martes, 15 de julio de 2008

La discusión sobre la ciencia

La discusión sobre la ciencia Podemos acercarnos a la ciencia desde varios intereses. Puede ser que nuestro fin sea resolver un problema o tratar de comprender algo. Pero, a la vez, lo que encontremos en ella de explicativo o creíble puede ser distinto si nuestro oficio es ser un comerciante, un importador de equipos industriales, un investigador o un maestro. Nuestras preocupaciones acerca del quehacer científico pueden ser distintas según el ángulo desde el cual la pensamos. Es decir, que lo que es importante al juzgar o evaluar a la ciencia es diferente según nuestra relación con ella en determinados momentos: si la vemos como productores, divulgadores o consumidores. Por lo tanto, de entrada tenemos un área de complejidad al pensar sobre la ciencia según nuestro punto de partida. Además, para solucionar el problema o comprender algo no tenemos sólo a la ciencia. Hay diversas vías para conocer; todas pueden reclamar legitimidad y eficiencia. La ciencia no nos da la única manera de entender el mundo y nuestras vidas, aunque sí es con la tecnología la que puede explicar y debatir sus métodos y los de otras vías. De hecho, para entendernos coexisten muchas maneras simultáneas en las sociedades modernas. En nuestras comprensiones personales y en la cultura con frecuencia hay nociones de pensamiento mágico o superstición, costumbres, conocimientos aceptados como ciertos porque alguien con cierta autoridad lo ha dicho, consensos alcanzados por el diálogo, intuiciones profundizadas por medio de la literatura y el arte en general, observaciones directas, y un largo etcétera. Y la ciencia. La fuerte presencia social de la ciencia ha dependido grandemente de una combinación de sus características, su capacidad explicativa, su credibilidad y su capacidad para resolver problemas, a las cuales, en alguna medida se les agregó la objetividad y la imparcialidad. Pero éstas dos últimas han sido sometidas a una severa crítica desde los años setenta. La objetividad de la ciencia fue vista de otra manera desde que comprendimos la carga teórica de la observación, la infradeterminación y las limitaciones de los estudios inductivos(1). Por otro lado, la pretendida imparcialidad recibió fuertes golpes cuando fueron conocidos los estudios de Tuskegee sobre la evolución de la sífilis en personas vulnerables, los de radiación por las pruebas nucleares y otros, aun cuando muchos casos de parcialidad e intereses contrapuestos eran conocidos desde mucho antes. El caso de Galileo es una referencia inevitable. En la época actual, la ética de la ciencia es analizada en relación con el genoma humano, la clonación (personas, animales y tejidos), los procedimientos de fertilización, las ciencias humanas y otros muchos campos. Las perspectivas de la ciencia son ahora revisadas a la luz de la ética con renovado interés. La ciencia misma parece cambiar de forma hasta el punto que da la impresión que reconocemos límites en unas áreas, al mismo tiempo que vemos otras que se abren a nuevas oportunidades. Ése parece ser el caso en algunos temas, especialmente los de los enfoques de las ciencias humanas que rompen los límites tradicionales y aceptan las modalidades cualitativas. Al hacerlo y entrando a nuevos territorios enfrentan los retos de la credibilidad y los intereses contrapuestos que son los terrenos de la epistemología, la metodología de la ciencia y la ética. La ciencia y la tecnología que son necesarias Lo que es la ciencia, sus alcances y límites, es pues motivo de una discusión muy extendida. Prácticamente desde siempre ha existido controversia en relación con qué campos científicos deben ser financiados y a qué problemas científicos debe darse prioridad. Pero adicionalmente, en la actualidad hay una amplia variedad de enfoques de la ciencia. Hay desacuerdos acerca de lo que es o no científico. Diferencias sobre algunos elementos: lo que constituye y lo que implica la tarea científica, los métodos que tienen credibilidad, la capacidad explicativa e inferencial de las distintas metodologías, la aceptación de lo que es accesible a la ciencia, la noción de validez, los sujetos ejecutores, los límites entre ciencia y pseudociencia (y si existe la necesidad de establecerlos o no), y otros muchos aspectos. En cualquier caso, esa discusión parece conceder importancia a algunos aspectos concretos. Estos, a su vez, tienen mucha relación con el tema central de la ética en la investigación cualitativa porque agregan puntos de vista para comprender la importancia de este tipo de investigación. Primero, lo que algunos llaman tradiciones, según se trate de tal o cual objeto de estudio. Una tradición se integra por teorías, métodos y postulados. Se aglutina en torno a un dominio de problemas científicos, un objeto de estudio y ciertas técnicas para acercarse a él.(2) En ese sentido, las tradiciones guardan alguna similitud con los programas de investigación de Lakatos(3) y con los paradigmas de Kuhn(4), aunque no son exactamente la misma cosa. Las tradiciones establecen criterios para la aceptación de los problemas científicos como legítimos y para seleccionar estrategias para obtener soluciones. En segundo lugar, la aceptación social del conocimiento producido. Lo que cuenta como conocimiento científico es lo que alcanza el consenso de la comunidad de la ciencia, pasa por los corredores, se publica en revistas especializadas, libros y periódicos, se enseña en las escuelas y funciona en la cultura y la producción agrícola, informática e industrial. Los acuerdos se construyen por medio de consensos racionales aunque condiciones no necesariamente racionales también influyen. Y tercero, la correspondencia entre los principios, los valores y los conocimientos producidos con respecto al mundo real, incluyendo el de la subjetividad como parte de éste. Esta correspondencia es lo que explica la fuerza de la ciencia, la enorme influencia que ha tenido y tiene ahora en el mundo moderno, como factor transformador de la sociedad en los últimos siglos.(5) Es la capacidad para explicar y predecir la dinámica del mundo natural y social y, sumada a ello, la capacidad de dar comprensión y sentido. Los conocimientos, como productos de la ciencia, son valores importantes para la sociedad por sí mismos. Pero no sólo eso. La ciencia no es importante sólo en el plano de los descubrimientos científicos. Es muy pobre la concepción de la ciencia que considera que ésta es importante sólo por eso. La ciencia es importante porque, entre otras cosas, cambia (aunque sea mediante imágenes e inspiraciones) la forma en la que la gente ve y vive en el mundo.(6) Es importante también porque su ejercicio cultiva el espíritu crítico y la independencia intelectual. Por eso contribuye directamente a (construye y vive) la libertad. Tanto el conocimiento mismo, como también las metodologías creadas y la experiencia derivada del ejercicio de la ciencia son productos culturales. Por tener tal naturaleza cultural, la práctica de la ciencia hace crecer los valores que dan cohesión a una sociedad incluyendo, entre estos, la autonomía y la libertad, por mencionar sólo algunos. Además, en medio de los procesos de avance de la ciencia se encuentra una práctica dialógica en la que se atienden los argumentos y contra argumentos en una búsqueda permanente de consensos racionales. Esa práctica es análoga al ejercicio de la democracia auténtica porque acepta los desacuerdos, incorpora estos en la construcción de las decisiones y soluciones. Más aún, los utiliza como base para emitir juicios construidos a partir de la deliberación y pondera los argumentos que generan otros. Ello supone evidentemente la capacidad de revisar y modificar los propios juicios.(7) En esa analogía, sólo hay diferencia en cuanto al objeto de trabajo: la ciencia se enfoca al conocimiento y la democracia al destino de la sociedad. Haciendo la salvedad de que existen diferencias, algo equivalente puede decirse de las diversas formas de la aplicación de los conocimientos en sus múltiples formas, incluyendo la tecnología, la administración y la política. A menos que se declare una renuncia a la racionalidad, toda iniciativa encaminada en Guatemala con pretensiones de éxito para propiciar mejores condiciones de vida para los habitantes debe incluir la ciencia y la tecnología. La renuncia a la creación científica y tecnológica significa conformidad con un destino de servicio a (no de cooperación con) los países avanzados. Significa también renuncia a la posibilidad misma del desarrollo en su concepto basado en los valores de dignidad, autonomía y equidad. Una parte importante del ejercicio de la ciudadanía es entonces la práctica científica. Lo anterior significa que la evolución de la legitimidad del conocimiento empieza por la aceptación de éste en las comunidades científicas. De ahí la necesidad de cultivar la consolidación de un cuerpo de científicos y técnicos en el país. También está claro que la concepción excluyente de la ciencia “dura”, característica de los enfoques tradicionales de la ciencia, ha quedado relegada, por insuficiente, ante las perspectivas que ofrecen nuevas metodologías evolucionadas desde la psicología, la sociología y otras ciencias humanas. Estos enfoques alternativos ofrecen para Guatemala nuevas posibilidades de comprensión de los fenómenos de interés social desde la ciencia. Esto no quiere decir que las concepciones metodológicas provenientes del legado positivista carezcan de utilidad, sino más bien que hay que buscar una adecuación del método con el problema planteado. De manera análoga, esa congruencia también debería encontrarse entre los problemas científicos y las necesidades sociales e institucionales. La apertura que vemos actualmente abre nuevas posibilidades para las ciencias humanas. Práctica de la ciudadanía, identidad, autonomía, recursos sociales, aprovechamiento de las oportunidades en la globalización y protección contra los riesgos de ésta, son sólo algunos de los productos esperables de la práctica de la ciencia y la tecnología en esas nuevas posibilidades. El reto principal está en la credibilidad porque es muy bajo el impacto esperable de la ciencia si ésta no es creíble. Esto indica la necesidad de hacer buena ciencia. Buena ciencia significa una ciencia oportuna, fiable y pertinente. Y las características de fiabilidad (validez/legitimidad) y pertinencia tienen qué ver con los métodos. Este es el tema de una discusión que renace en las últimas décadas y ahora se intensifica aún más con respecto a la investigación cualitativa. Los retos de la investigación cualitativa La ciencia moderna registra varias maneras de concebir la investigación cualitativa. Algunos muestran inclinación a valorar diferentes aspectos de la investigación, ya sean los alcances de la indagación(8), los métodos(9) o la epistemología(10). La contradicción entre los enfoques de investigación cualitativa y los convencionales no sólo se constituye en la contradicción metodológica, sino también aparece, en su carácter contradictorio, en el campo epistemológico. Es decir, que no sólo aparece en los instrumentos, sino en los procesos centrales que caracterizan la producción de conocimiento. La epistemología cualitativa se apoya en principios que tienen importantes consecuencias metodológicas.(11) Estos son algunos: 1. El conocimiento es una producción constructiva e interpretativa, no es una suma de hechos definidos por constataciones inmediatas del momento empírico. Su carácter interpretativo es generado por la necesidad de dar sentido a expresiones del sujeto estudiado. La interpretación es un proceso en el que el investigador integra, reconstruye y presenta en construcciones interpretativas diversos indicadores obtenidos durante la investigación, los cuales no tendrían sentido si fueran tomados en forma aislada como constataciones empíricas. La interpretación es un proceso constante de complejidad progresiva, que se desarrolla a través de la significación de diversas formas de lo estudiado, dentro de los marcos de la organización conceptual más compleja del proceso interpretativo. La interpretación es un proceso diferenciado que da sentido a las manifestaciones de lo estudiado y las vincula como momentos particulares del proceso general orientado a la construcción teórica del sujeto individual o social. 2. El proceso de producción de conocimiento en la psicología y las ciencias sociales es interactivo. Las relaciones entre el investigador y el investigado en el contexto dado son condición para el desarrollo de las investigaciones en las ciencias humanas. Lo interactivo es una dimensión esencial del proceso de producción de conocimientos, es un atributo constitutivo del proceso para el estudio de los fenómenos humanos. Este principio orientará la resignificación de los procesos de comunicación en el nivel metodológico. El principal escenario son las relaciones indicadas y las de los sujetos investigados entre sí en las diferentes formas de trabajo grupal que presupone la investigación. Esto implica comprender la investigación como proceso que asimila los imprevistos de los sistemas de comunicación humana y que incluso utiliza estos imprevistos como elementos de significación. Los momentos informales que surgen durante la comunicación son relevantes para la producción teórica. La consideración de la interacción en la producción de conocimientos otorga valor especial a los diálogos que en ella se desarrollan, y en los cuales los sujetos se implican emocionalmente y comprometen su reflexión en un proceso que produce información de gran significado para la investigación. 3. La significación de la singularidad tiene un nivel legítimo en la producción de conocimiento. El conocimiento científico desde la investigación cualitativa no se legitima por la cantidad de sujetos estudiados, sino por la cualidad de su expresión. El número de sujetos a estudiar responde a un criterio cualitativo, definido esencialmente por las necesidades del proceso de conocimiento descubiertas en el curso de la investigación. La expresión individual del sujeto adquiere significación conforme al lugar que puede tener en un determinado momento para la producción de ideas por parte del investigador. La información expresada por un sujeto concreto puede convertirse en un momento significativo para la producción de conocimiento, sin que tenga que repetirse necesariamente en otros sujetos. Por el contrario, su lugar dentro del proceso teórico puede legitimarse de múltiples formas. La legitimación del conocimiento se produce por lo que significa una construcción o un resultado frente a las necesidades de la investigación. El número de casos a considerar en una investigación tiene que ver, ante todo, con las necesidades de información que se van definiendo en el curso aquélla. Estos tres puntos pueden sintetizarse en uno que, a su vez, es un planteamiento de la ética: la persona humana – yo y el otro – como sujeto tanto desde la postura del investigador como también de las personas investigadas. Esto es ver a la persona con su dignidad, comprensión, protagonismo y cultura como el eje central de la acción investigadora. Éste es el punto que agrega la complejidad particular de la investigación cualitativa. La ética de la investigación cualitativa Como estudio de la moral, la ética es, ante todo, filosofía práctica cuya tarea no es precisamente resolver conflictos, pero sí plantearlos. Ni la teoría de la justicia ni la ética comunicativa indican un camino seguro hacia la sociedad bien ordenada o la comunidad ideal del diálogo que postulan. Y es precisamente ese largo trecho que queda por recorrer y en el que estamos el que demanda una urgente y constante reflexión ética.(12) El ejercicio de la investigación científica y el uso del conocimiento producido por la ciencia demandan conductas éticas en el investigador y el maestro. La conducta no ética no tiene lugar en la práctica científica de ningún tipo. Debe ser señalada y erradicada. Aquél que con intereses particulares desprecia la ética en una investigación corrompe a la ciencia y sus productos, y se corrompe a sí mismo. Hay un acuerdo general en que hay que evitar conductas no éticas en la práctica de la ciencia. Es mejor hacer las cosas bien que hacerlas mal. Pero el problema no es simple porque no hay reglas claras e indudables. Cabalmente la ética trata con situaciones conflictivas sujetas a juicios morales. La investigación cualitativa comparte muchos aspectos éticos con la investigación convencional. Así, los aspectos éticos que son aplicables a la ciencia en general son aplicables a la investigación cualitativa. Por ejemplo, lo que puede decirse de las relaciones de la ciencia con los valores de verdad y justicia se aplica correctamente también a esta modalidad de investigación. La práctica científica como práctica de la libertad es igual cuando realizamos investigación cualitativa. Sin embargo, los problemas, los métodos y la comunicación y divulgación de la investigación cualitativa plantean algunos conflictos adicionales. Podemos analizar las consideraciones éticas de la investigación cualitativa desde algunos puntos. Para esta oportunidad veremos los valores específicos que tiene, algunos de los principales enfoques éticos para discutirla y la evaluación ética de la investigación. Los valores específicos de la investigación cualitativa. La investigación cualitativa reconoce la subjetividad de los sujetos como parte constitutiva de su proceso indagador. Ello implica que las ideologías, las identidades, los juicios y prejuicios, y todos los elementos de la cultura impregnan los propósitos, el problema, el objeto de estudio, los métodos e instrumentos. Forman parte incluso de la selección de los recursos y los mecanismos empleados para hacer la presentación y divulgación de los resultados e interpretaciones del estudio. Las implicaciones de esta condición tienen grandes consecuencias. Aparte de las dificultades ya presentes en las investigaciones de otros tipos, la investigación cualitativa tiene desafíos adicionales ante sí. La investigación cualitativa en las ciencias humanas indaga, como indiqué antes, en la condición humana. Eso significa que construye conocimiento mientras acoge – y al mismo tiempo que evita caer en reduccionismos – la complejidad, la ambigüedad, la flexibilidad, la singularidad y la pluralidad, lo contingente, lo histórico, lo contradictorio y lo afectivo, entre otras condiciones propias de la subjetividad del ser humano y su carácter social. Tales condiciones son características del objeto de estudio a la luz del enfoque cualitativo, al mismo tiempo que son también valores cultivados durante la investigación. Lo son porque en una buena medida la riqueza de la investigación cualitativa depende de qué tan bien hemos captado y descrito dichas condiciones en la búsqueda de los significados. Una mención especial merece el diálogo. A partir de un enfoque cualitativo, aceptamos que el objeto de la investigación es un sujeto interactivo, motivado e intencional, quien asume una posición frente a las tareas que enfrenta. Por esa razón, la investigación no puede ignorar que es un proceso de comunicación entre investigador e investigado, un diálogo que toma diferentes formas.(13) La ética comunicativa estudia muchas facetas e implicaciones de la dignidad del ser humano como interlocutor. Indica que la categoría de persona, central en el ámbito ético, se expresa como interlocutor válido, cuyos derechos a la réplica y la argumentación tienen que ser pragmáticamente reconocidos. Y ese reconocimiento recíproco básico es el elemento vital sin el que una persona no podrá llegar al conocimiento de la verdad de las proposiciones y la corrección de las normas. A partir de aquí construye una teoría de los derechos humanos y una teoría de la democracia participativa. Además, perfila una noción de autonomía sumamente fructífera en varios campos de la vida social. El punto de llegada es el de los individuos que, por su competencia comunicativa, tienen derecho racionalmente a participar en pie de igualdad en la deliberación y decisión de las normas a las que han de someterse.(14) No hay reglas definidas para estudiar esas condiciones en todos los casos. Cada estudio particular debe explorarlas para el caso concreto. Algunas concepciones de la ética pertinentes para la investigación cualitativa. No tiene sentido transcribir aquí una o varias concepciones de la ética. Lo que sí puede tenerlo es indicar que repetidamente observamos que el debate ético depende casi siempre de una sola concepción y se basa en ella para razonar la argumentación. Parece insuficiente o superficial el análisis cuando se hace así. Pero es difícil alcanzar acuerdos si la discusión se basa en un único criterio ético contra otro. Tal es lo que sucede cuando argumentamos lo que debe ser contra los beneficios que podemos obtener, por ejemplo, contraponiendo así una ética de los deberes o principios contra una ética de los fines; lo que se hace cuando se refuta una ética kantiana con los argumentos de una utilitarista. Es obvio que sabiendo de la complejidad de la ética como filosofía de la moral, es recomendable que una discusión que tiene el propósito de aproximarse a juicios éticos de la investigación cualitativa debe apoyarse en varias teorías. Pero hay tantas teorías que un bien intencionado esfuerzo por aplicar muchas de ellas en el análisis de una investigación concreta puede volverse improductivo. Dada esa complejidad y sabiendo que más que dar soluciones, la ética plantea problemas para comprender mejor un asunto, sería incongruente tratar de buscar respuestas por la vía de una recomendación a la manera de un esquema o receta. Tal vez sólo conviene sugerir que, en primer lugar, nos familiaricemos con las principales teorías éticas, especialmente las que han servido como raíces para nuevas concepciones. Será necesario realizar una discusión reflexiva basándonos en un número manejable de las principales teorías. Una selección que me parece razonable es buscar la aplicación de una ética de los deberes posiblemente basada en Kant, y que ésta sea complementada con el análisis desde el punto de vista de la ética de la comunicación. Esto implica un análisis dialogado. Una mejor perspectiva podría lograrse si incorporamos como mínimo, además, las consideraciones que puede aportar una ética consecuencialista. De ninguna manera habríamos agotado la discusión ética sólo así. Sin embargo, ese acercamiento parece más aceptable que el que puede hacerse desde una sola teoría. Lo anterior subraya la importancia de que aquellos que tengan a su cargo realizar un análisis ético de una investigación cualitativa debieran estar en la mejor disposición para capacitarse en los aspectos básicos de la ética. Evidentemente, también es necesaria la capacitación en los temas metodológicos de la ciencia que son relevantes para el estudio en cuestión. Es decir, un grupo que se constituye para efectuar un análisis ético debe contar con las aptitudes necesarias que van desde el conocimiento científico, a todo lo largo del rango hasta el conocimiento ético, pasando por los temas legales. Y adoptar el diálogo como método para construir los argumentos y conclusiones. Particularmente en el caso de la investigación cualitativa, es necesario incluir ciudadanos con capacidad y disposición de reflexión y comunicación que comprendan los valores sociales, las prioridades y vulnerabilidad, y las inquietudes de los sujetos potenciales del estudio. En otras palabras, la pluralidad es otra condición deseable en los grupos evaluadores. Así como esta condición es atendida en la investigación cualitativa, debe ser igualmente incorporada en el método que se utiliza para construir los juicios éticos.(15) Aspectos éticos a evaluar en la investigación cualitativa. En los últimos 50 años, el desarrollo de la ética de la investigación científica estuvo preferentemente dirigido a las investigaciones con pacientes en el campo de la salud-enfermedad. Las fuentes principales de orientación ética sobre la realización de investigaciones clínicas han sido el Código de Nuremberg, la Declaración de Helsinki, el Informe Belmont y las normas del Consejo para la Organización Internacional de Ciencias Médicas (CIOMS, por las siglas en inglés). El momentum alcanzado por la bioética como estudio de lo moral orientado a la salud es sumamente fuerte y amplio, y ha sido un estímulo vigoroso para el fortalecimiento de la ética como ha sido planteado por algunos. Ha sido, pues, de la bioética de donde han salido muchos de los aportes directos que han enriquecido la discusión ética de la investigación. Los documentos citados en el párrafo anterior son sólo algunos de los documentos que sirven de guía y referencia. Con base en ellos, un autor(16) delineó una propuesta de siete requisitos para evaluar la ética de las propuestas de investigación clínica que hacen más coherentes y sistemáticos los códigos y las declaraciones tradicionales sobre la investigación en sujetos humanos. La propuesta de ese autor se utiliza actualmente para evaluar proyectos de investigación en el campo de la salud, una tarea a cargo del Comité de Bioética en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Me he basado en ese modelo para plantearlo aquí con una modificación para que sea aplicable a la investigación cualitativa. Los requisitos que sugiere el autor son explicados con alusión a su texto con algunas modificaciones. La adición que he hecho es la de la necesidad de garantizar un diálogo auténtico con las personas que son los sujetos investigados. Es recomendable la lectura del artículo completo al que se hace la referencia. Por otro lado, el carácter central del diálogo en la investigación cualitativa hace también necesario el estudio de algunos de los autores de la ética de la comunicación. El modelo de evaluación que se ofrece para la discusión constituye una base o un mínimo necesario para asegurar que los aspectos principales son analizados en un grupo evaluador. El modelo contiene los siguientes aspectos: 1. Valor social o científico. Para ser ética una investigación debe tener valor, lo que representa un juicio sobre la importancia social, científica o clínica de la investigación. La investigación debe plantear una intervención que conduzca a mejoras en las condiciones de vida o el bienestar de la población o que produzca conocimiento que pueda abrir oportunidades de superación o solución a problemas, aunque no sea en forma inmediata. El valor social o científico debe ser un requisito ético, entre otras razones, por el uso responsable de recursos limitados (esfuerzo, dinero, espacio, tiempo) y el evitar la explotación. Esto asegura que las personas no sean expuestas a riesgos o agresiones sin la posibilidad de algún beneficio personal o social. 2. Validez científica. Una investigación valiosa puede ser mal diseñada o realizada, por lo cual los resultados son poco confiables o inválidos. La mala ciencia no es ética. En esencia, la validez científica de un estudio en seres humanos es en sí un principio ético. La investigación que usa muestras injustificadas, métodos de bajo poder, que descuida los extremos y la información crítica, no es ética porque no puede generar conocimiento válido. La búsqueda de la validez científica establece el deber de plantear: a) un método de investigación coherente con el problema y la necesidad social, con la selección de los sujetos, los instrumentos y las relaciones que establece el investigador con las personas; b) un marco teórico suficiente basado en fuentes documentales y de información; c) un lenguaje cuidadoso empleado para comunicar el informe; éste debe ser capaz de reflejar el proceso de la investigación y debe cultivar los valores científicos en su estilo y estructura; d) alto grado de correspondencia entre la realidad psicológica, cultural o social de los sujetos investigados con respecto al método empleado y los resultados. 3. Selección equitativa de los sujetos. La selección de los sujetos del estudio debe asegurar que estos son escogidos por razones relacionadas con las interrogantes científicas. Una selección equitativa de sujetos requiere que sea la ciencia y no la vulnerabilidad – o sea, el estigma social, la impotencia o factores no relacionados con la finalidad de la investigación – la que dicte a quién incluir como probable sujeto. La selección de sujetos debe considerar la inclusión de aquellos que pueden beneficiarse de un resultado positivo. 4. Proporción favorable del riesgo-beneficio. La investigación con las personas puede implicar considerables riesgos y beneficios cuya proporción, por lo menos al principio, puede ser incierta. Puede justificarse la investigación sólo cuando: a) los riesgos potenciales a los sujetos individuales se minimizan; b) los beneficios potenciales a los sujetos individuales y a la sociedad se maximizan; c) los beneficios potenciales son proporcionales o exceden a los riesgos. Obviamente, el concepto de “proporcionalidad” es metafórico. Las personas habitualmente comparan los riegos y beneficios por sí mismas para decidir si uno excede al otro. Este requisito incorpora los principios de no-maleficencia y beneficencia, por largo tiempo reconocidos como los principios fundamentales en la investigación clínica. 5. Condiciones de diálogo auténtico. La posición central del diálogo en la investigación cualitativa hace necesario atender específicamente este aspecto particular en la evaluación de proyectos e investigaciones ya realizadas. La idea de “la esfera pública” en el sentido de Habermas es un recurso conceptual que puede ayudarnos aquí. Define un escenario de las sociedades modernas en el que la participación política se realiza por medio del hablar. Es el espacio en el que los ciudadanos deliberan sobre sus asuntos comunes, por lo que se trata de un espacio institucionalizado de interacción discursiva. Las esferas públicas no sólo son espacios para la formación de opinión discursiva. Además, son sitios para la formación y promulgación de identidades sociales. Esto significa que la participación no es simplemente el ser capaz de expresar contenidos propositivos que son neutros con respecto a la forma de expresión. Más bien, la participación significa ser capaz de hablar “en la propia voz de uno”, simultáneamente construyendo y expresando la identidad cultural propia, por medio del lenguaje y el estilo. Es más, las esferas públicas mismas no son espacios culturales de cero grados que acogen igualmente cualquier posible forma de expresión cultural. Son instituciones culturales específicas. Estas instituciones pueden entenderse como lentes retóricos culturalmente específicos que filtran y alteran las expresiones que enfocan. Pueden acomodar algunos modos de expresión y no otros.(17). En principio, quien se oriente por la ética discursiva reconocerá a los demás seres dotados de competencia comunicativa – y a sí mismo – como personas, es decir, como interlocutores igualmente facultados para participar en un diálogo sobre normas, problemas o intereses que le afectan. Estará por lo tanto, dispuesto a participar en los diálogos que le afecten y a fomentar la participación en ellos de todos los afectados, como también a promover tales diálogos; se comprometerá a respetar la vida de los afectados por las normas y a evitar que se les fuerce a tomar una posición en los debates con presiones físicas o morales, como también a asegurar el respeto de cuantos derechos – expresión, conciencia, reunión – hacen de los diálogos procesos racionales en busca de entendimiento; se empeñará en la tarea de conseguir la elevación material y cultural de las personas de modo que puedan discutir en condiciones de simetría y los diálogos no sean un sarcasmo. Evitará tomar decisiones que no defiendan intereses universalizables, lo cual significa que no sólo se orientará por sus intereses individuales; se empeñará en sentar las bases de una comunidad idea del habla.(18) 6. Evaluación independiente. Los investigadores tienen potencial de conflicto de intereses. Estos intereses pueden distorsionar y minar sus juicios en lo referente al diseño y la realización de la investigación, al análisis de la información recabada en el trabajo de campo, así como su adherencia a los requisitos éticos. Una manera común de reducir al mínimo el impacto potencial de ese tipo de prejuicios es la evaluación independiente, es decir, la revisión de la investigación por personas conocedoras apropiadas que no estén afiliadas al estudio y que tengan autoridad para aprobar, corregir o, dado el caso, suspender la investigación. Una segunda razón para la evaluación independiente es la responsabilidad social. La evaluación independiente del cumplimiento con los requisitos éticos da a la sociedad un grado mayor de seguridad que las personas-sujetos serán tratadas éticamente y no como medios u objetos. 7. Consentimiento informado. La finalidad del consentimiento informado es asegurar que los individuos participan en la investigación propuesta sólo cuando ésta es compatible con sus valores, intereses y preferencias; y lo hacen voluntariamente con el conocimiento necesario y suficiente para decidir con responsabilidad sobre sí mismos. Los requisitos específicos del consentimiento informado incluyen la provisión de información sobre la finalidad, los riesgos, los beneficios y las alternativas a la investigación – y en la investigación –, una debida comprensión del sujeto de esta información y de su propia situación, y la toma de una decisión libre, no forzada sobre si participar o no. El consentimiento informado se justifica por la necesidad del respeto a las personas y a sus decisiones autónomas. Cada persona tiene un valor intrínseco debido a su capacidad de elegir, modificar y proseguir su propio plan de vida. La presencia de testigos idóneos y el uso de grabaciones son medidas que pueden complementar, o sustituir en ciertos casos, al consentimiento firmado por escrito. 8. Respeto a los sujetos inscritos. Los requisitos éticos para la investigación cualitativa no concluyen cuando los individuos hacen constar que aceptan participar en ella. El respeto a los sujetos implica varias cosas: a) el respeto incluye permitir que el sujeto cambie de opinión, a decidir que la investigación no concuerda con sus intereses o conveniencias, y a retirarse sin sanción de ningún tipo; b) la reserva en el manejo de la información debe ser respetada con reglas explícitas de confidencialidad; c) la información nueva y pertinente producida en el curso de la investigación debe darse a conocer a los sujetos inscritos; d) en reconocimiento a la contribución de los sujetos debe haber un mecanismo para informarlos sobre los resultados y lo que se aprendió de la investigación; y e) el bienestar del sujeto debe vigilarse cuidadosamente a lo largo de su participación y, si es necesario, debe recibir las atenciones necesarias incluyendo un posible retiro de la investigación. Respeto y veneración, correlatos de la dignidad personal a) Consideraciones terminológicas De manera explícita a partir de Kant, y de forma menos expresa en la filosofía y en la vida de los siglos precedentes, el respeto ha venido considerándose como la actitud correspondiente, la respuesta, a la excelsa eminencia de lo digno. Por consiguiente, si queremos completar el análisis de la dignidad personal llevado a término otras veces, hemos de dar vida ahora a ciertas reflexiones en torno a la noción de respeto. El Diccionario de sinónimos de Samuel Gili Gaya propone, como términos íntimamente emparentados con “respeto”, los de “veneración” y “reverencia”; y, en relación a estos últimos, hace una mención explícita de la dignidad. El de la Real Academia y el Diccionario del uso del español, de María Moliner, también establecen una familiaridad semántica entre los tres vocablos aludidos —“respeto”, “veneración” y “reverencia”—, y añaden algunas puntualizaciones. El respeto es una actitud que puede prodigarse, proporcionalmente, tanto a las personas como a las cosas; por el contrario, la veneración y la reverencia parecen dirigirse de modo más propio a las personas, y a las cosas sólo en la medida en que apuntan o se relacionan con los sujetos personales. Venerar y reverenciar suponen, pues, una potenciación cualitativa del respeto. Y, así, el Diccionario de la Real Academia dice que venerar equivale a “respetar en sumo grado a una persona por su santidad, dignidad o grandes virtudes, o a una cosa por lo que representa o recuerda”. María Moliner, por su parte, establece una sinonimia entre “venerar” y “reverenciar”, y los define como “sentir y mostrar respeto y devoción por una persona o por algo que es suyo y la recuerda”. Además, de la “reverencia” sostiene que es, “particularmente, respeto hacia las cosas sagradas”. Venerar, a su vez, viene considerado por los dos diccionarios como dar o rendir “culto a Dios, a los santos o a las cosas sagradas”. Podría extraerse como conclusión de todo ello que el respeto constituye una suerte de género o significado base, del que reverenciar y venerar representan, de manera simultánea, especificaciones e intensificaciones. Y que al reservar estos dos últimos términos de forma prioritaria a las personas, se pone implícitamente de manifiesto el carácter sagrado que a éstas correspondería en la tradición cristiana o, más en general, en la clásica. A los efectos, parece oportuno recordar que Agustín de Hipona y Séneca fundamentaban la veneración debida a la persona del enfermo calificando a éste como “res sacra miser” [2]. La índole “sagrada” del paciente está clara, y se erige como cimiento de su nobleza personal. La condición miserable, por su parte, no supone ciertamente un incremento de excelencia respecto al individuo sano (por lo menos en lo que atañe a su dignidad fundamental o constitutiva, a la que más tarde me referiré); pero sí que aparenta exigir un robustecimiento de la veneración y del respeto con que se le trata, justo por su extrema vulnerabilidad. Porque la eminencia personal del enfermo parece verse momentánea y más o menos gravemente atacada, y porque sólo con trabajo y esfuerzo trasluce a través de su estado disminuido la excelsitud de su naturaleza humana, esa nobleza pide a gritos ser suplementariamente defendida. Pero retornemos a las disquisiciones semánticas, con el fin de esclarecer el significado primordial de la voz “respeto”. Las fuentes a que nos venimos refiriendo ofrecen un conjunto de indicaciones que cabría agrupar en torno a tres ejes. 1) Por una parte, la propia etimología de “respeto” instaura un conjunto de remisiones entrelazadas. Antes que nada, al verbo castellano “respectar”, hoy en desuso, derivado del latín “respectare”. Éste es un intensivo de “respicere”, atender, que remite a su vez a “specere”, mirar. El respeto incluiría, pues, en primer término, una alusión al conocimiento, por cuanto “respectare” viene a significar “mirar con atención o considerar”. De ahí algunos sinónimos castellanos de “respeto”, que incluyen esta implícita referencia al ámbito cognoscitivo: “miramiento”, de mirar; “atención”, de atender; “consideración”, de considerar. 2) En segundo lugar, encontramos referencias a lo que cabría conceptuar como el núcleo semántico de nuestro vocablo. La espina dorsal de la actitud de respeto parece estar constituida por la “no-intervención” contraria al valor y al desarrollo de la realidad apreciada. El Diccionario del uso enumera, así, entre las acepciones explicativas de la voz “respetar”, expresiones como “abstenerse de tratar con desconsideración”, “no censurar o atacar a alguien”, “no usar cierta cosa, con el fin de reservarla”, “no destruir o hacer desaparecer cierta cosa”; y, entre las que despliegan el significado de “respeto”, voces como “consideración”: “actitud hacia una cosa cuando no se la trata a la ligera”, y “tolerancia: actitud de no imponer con violencia los propios gustos u opiniones”. Resulta obvio que, no ya desde un punto de vista filológico, sino real o antropológico, la faceta subrayada en estas líneas —la del “no-intervencionismo” reverente— supone o entraña la que antes comentábamos: el re-conocimiento. No se respeta una realidad si antes no se conoce y re-conoce que posee un valor por sí misma, una entidad o consistencia interna que la configura como buena. 3) La admisión de esa valía opera también en el tercer grupo de sinónimos sugeridos por el término “respeto”. En general, podrían englobarse todos ellos bajo el sentido aludido por las voces “subordinación” o “sometimiento”. Los diccionarios que vengo utilizando recogen explícitamente palabras como “sumisión”, “acatamiento”, “rendimiento” u “obsequio”, y expresiones como “actitud de someterse a lo establecido por la ley” y, “también, a las conveniencias o prejuicios sociales”. Y llegan a mencionar, pero ya en último término, el vocablo “miedo”. Evidentemente, los que hemos calificado como “ejes” del significado primordial del respeto no son independientes entre sí. La primacía concedida a uno u otro depende, desde el punto de vista de la filología, del énfasis con que los supuestos interlocutores acentúen nuestro semantema. La investigación debe, por tanto, completarse en los dominios de la filosofía. Pero del análisis realizado hasta ahora, por fuerza incompleto, cabría establecer ya dos conclusiones. 1) En primer término, y como antes sugería, el respeto se presenta como la respuesta de un sujeto racional, de una persona, ante un determinado bien. Ese respeto ostenta un momento previo, que es la captación cognoscitiva y la aceptación del valor en cuestión (aprehensión y aprobación mutuamente condicionadas e interdependientes). Posee también una faceta predominantemente negativa, que consiste en no interferir en el despliegue, o en la mera existencia, de lo que se ofrece como bueno. Y goza por fin de un tercer aspecto, que en cierta manera condiciona a los anteriores, y cristaliza en la supeditación a la bondad de lo que ante nosotros se exhibe. Todo parece girar, pues, alrededor de la valía intrínseca o constitutiva de la realidad que se respeta. 2) Segunda observación: cuando esta enjundia interna alcanza un calibre suficiente para ser calificada como “dignidad”, la persona responde con una vigorización del respeto que, sobre todo hasta hace algunos lustros, solía ser calificada como “veneración” o “reverencia”: éstas designan, por tanto, el respeto correlativo a lo digno. b) Naturaleza y estructura del respeto Lo mismo que para la noción de dignidad, el locus clásico para el estudio del respeto en la filosofía occidental está constituido por la doctrina que Kant desarrolla, prioritariamente, en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres [3]. Pero el significado último de las reflexiones kantianas sobre la Achtung exceden el carácter introductorio de este escrito. Nos limitaremos, pues, a hilvanar algunos comentarios que “traduzcan” el pensamiento del filósofo alemán y lo sitúen dentro de las coordenadas que orientan nuestras propias indagaciones. Para Kant, el respecto constituye un sentimiento “espontáneamente oriundo de un concepto de la razón, y, por tanto, específicamente distinto de todos los sentimientos […] que pueden reducirse a inclinación o miedo” [4]. En realidad, y según venimos sugiriendo, el respeto se configura más bien como una actitud, que puede o no incluir sentimientos propiamente dichos, y que suele comprometer, cuando es genuino, a la persona toda, hasta en sus fibras más íntimas. Pero de manera particular y necesaria afecta, como sugiere la cita kantiana y antes veíamos, a las potencias o facultades superiores: el entendimiento y la voluntad; sin la intervención de éstos no puede florecer la actitud humana del respeto. Kant da, pues, perfectamente en el clavo cuando identifica el respeto “con la conciencia de la subordinación de mi voluntad”; pero marra estrepitosamente el blanco al establecer como objeto de semejante sumisión, de forma exclusiva, la ley. Ahí se encuentra el discrimen radical entre la doctrina kantiana de la Achtung —que, a través de la ley emanada por una voluntad absoluta, acaba en la exaltación incondicionada del sujeto humano— y la perspectiva que venimos adoptando, desde la que lo digno de respeto es, proporcionalmente, cuanto posee ser; y desde la que el hombre, la persona humana, exige reverencia por cuanto encarna de manera sublime esa misma perfección de ser. Vuelve Kant a acercarse a la auténtica fenomenología del respeto al recalcar que éste es efecto que se impone a nosotros en virtud de la excelencia constitutiva de “lo respetable”, y no movimiento espontáneo de la voluntad con independencia del objeto; y al esclarecer que el respeto es “la representación de un valor que menoscaba el amor que me tengo a mí mismo”. Pero desbarra de nuevo cuando aclara, sin más puntualizaciones, que “todo respeto a una persona es propiamente sólo respeto a la ley […], de la cual esa persona nos da el ejemplo”. Tal como ya he sugerido, lo que de radicalmente desviado se encuentra en las disquisiciones kantianas sobre nuestro problema es, de forma substancial y definitiva, la eliminación del ser en favor de la conciencia humana o, en general, de la subjetividad. Porque lo más decisivo y primordial de la actitud de respeto reside, justamente, en que nos abre de forma primigenia a la pregnancia de lo real, del ente en cuanto tiene ser y, por ende —acudiendo a la terminología contemporánea, que no puede superponerse sin más con la clásica— en cuanto posee un valor. En sus Sittliche Grundhaltungen, Dietrich von Hildebrand expresa a las mil maravillas la condición básica constitutiva del respeto, al sostener desde un punto de vista fenomenológico que éste se despliega en tres momentos: “percepción, aceptación y respuesta a los valores”. A lo que añade: “El respeto es aquella actitud fundamental que también puede ser llamada madre de toda vida moral, porque en él adopta el hombre primordialmente ante el mundo una actitud de apertura que le hace ver los valores” [5]. En un estudio muy sugerente, cuyo título es El respeto, actitud ética fundamental de la medicina, Gonzalo Herranz reinterpreta la reflexión de von Hildebrand sobre la Ehrfurcht, resumiéndola en estos tres párrafos: “El respeto, como actitud ética fundamental es mucho más que la buena educación. Viene a ser la pieza central, algo así como el sistema nervioso, del organismo ético. La vida moral depende, en su abundancia y en su calidad, de la capacidad de captar los valores morales. Y eso sólo lo conseguimos cuando nuestra sensibilidad ética está afinada por el respeto. Así como la deprivación sensorial empobrece, de modo extremo en ocasiones, el desarrollo intelectual, así también la ceguera a los valores morales impide el desarrollo ético del hombre. ”Pero el respeto no es simplemente un aparato sensorial para percibir estímulos morales: el verdadero respeto es un aparato de alta precisión que integra los estímulos morales en una imagen real, libre de aberraciones, fiel, por tanto, a lo que las cosas son en sí mismas. El respeto nos lleva a reconocer que los demás seres son algo valioso en sí, que existen independientemente de la persona del observador, que poseen un valor propio. El respeto es un poderoso inhibidor de la manipulación caprichosa, de la falsificación de los datos de valor. El respeto me vacuna contra el subjetivismo ético. Por eso, el hombre respetuoso sabe que él no es el amo del mundo, titulado para tasar en cada momento la cotización de los valores éticos, haciéndolos depender de situaciones coyunturales. ”Además, el respeto es no sólo la condición del conocimiento inteligente y profundo, el aparato sensorial e integrador de la conciencia moral: es también su órgano efector. En conformidad con la información procesada, responde con una acción respetuosa, esto es, apreciadora de los valores objetivos y proporcionados a ellos. El respeto hace posible que la respuesta a los valores éticos pueda tomar la forma de la subordinación inteligente, no servil, sino razonable. La disposición de servicio forma parte habitualmente de la conducta del hombre respetuoso, pero no como una abdicación tímida, sino como una respuesta señorial al valor encerrado en las cosas y, sobre todo, en las personas” []. Teniendo en cuenta la orientación general de nuestro trabajo, eminentemente metafísica, la clave de las palabras citadas se encuentra en el párrafo que afirma que el respeto permite forjar, de las cosas, “una imagen real, libre de aberraciones, fiel […] a lo que las cosas son en sí mismas”. Porque respetar algo consiste, estricta y fundamentalísimamente, en dejarlo ser, optando por la realidad plena y consistente de lo-que-es, del ente como tal. Y para eso, como recuerda el propio von Hildebrand, es preciso matar el yo, en lo que éste encierra de subjetivo, de propio y excluyente, de no-entitativo, de insubstancial y ametafísico. Es decir, en cuanto que, más que encarnar y expresar una plenitud de ser —que le llevaría a reconocer la valía del resto del universo, por cuanto también éste es, aunque en menor grado—, se contrapone, como sujeto des-substancializado, al cosmos de lo existente. “El hombre respetuoso —escribe von Hildebrand— está libre de la crispación del yo, del orgullo, de la concupiscencia. No desborda al mundo con su propio yo, sino que deja a los seres “sitio” para que desplieguen sus peculiaridades. Comprende la dignidad y la nobleza del ser como tal, el valor que el ser posee en cuanto opuesto a la nada; el valor que posee la piedra, el agua, la brizna de hierba, como realidades, como configuraciones que poseen su propio ser, que son así y no de otra manera, que, al contrario de la pura ficción o de la mera apariencia, son “algo” independiente de la persona del observador, algo sustraído a su arbitrio. Por ello, un ser no es un puro medio para el hombre y para sus eventuales objetivos y fines egoístas, sino algo que es acogido seriamente por él, algo a lo que él deja “sitio” para que muestre su propio contenido. Calla para dejar hablar al ser. El respetuoso sabe que el mundo del ser es más grande que él; sabe que no es el amo que pueda disponer de él a su antojo; sabe que tiene que aprender del ser. ”Esta actitud de respuesta al valor del ser como tal —actitud que está animada por la disposición de reconocer algo superior al propio arbitrio y antojo, de entregarse servicialmente— hace que los ojos espirituales se hagan aptos para ver la índole más profunda de todo ser, deja al ser la posibilidad de mostrar su esencia, permite que el hombre pueda ver los valores. ¿A quién se mostrará la arrebatadora belleza de una puesta de sol o de la “Novena Sinfonía”, de Beethoven, sino a aquel que respetuosamente se presenta ante ellas y se abre internamente a su ser? ¿Ante quién resplandecerá la maravilla de la vida que se manifiesta en cada planta, sino ante aquel que la mira lleno de respeto? Al que ve en ella un mero alimento o un medio para adquirir dinero, es decir, sólo algo que él puede utilizar y aprovechar, a ese tal jamás se le mostrará este mundo articulado y pleno de finalidad y sentido en su belleza y en su oculta dignidad” [7]. Dejar ser a la realidad, abrirse sumisamente a la perfección del otro: he aquí, condensada, la cifra del respeto. Un respeto que podría definirse, ontológicamente, como la aceptación del ser, con todas sus implicaciones: rendirse ante el acto de ser, fundamento de cualquier valor de lo real. Permitir que el ente sea, desde las distintas perspectivas en que éste lo reclama. En cuanto verdadero o inteligible, el ente exige ser comprendido: conocido y re-conocido; la persona respetuosa puede apreciar con hondura la consistencia de cuanto existe. En cuanto bueno, el ente postula, en primer lugar, que admita su valía y me subordine a ella. En segundo término, que le permita alcanzar la plenitud que corresponde a lo bueno, a través del despliegue de sus propias virtualidades (de su virtus essendi). Y no sólo que posibilite ese desenvolvimiento, sino que lo apoye, incluso con todo mi ser, poniéndolo enteramente a su servicio, si ese fuera el caso; en este sentido, sobre todo en relación a las personas, el respeto se configura como el primer paso del amor y la amistad. Por eso, esta respuesta adopta, para lo inferior al hombre, la configuración del “cuidado”, de tanta raigambre en la filosofía clásica; y, para las demás personas, la modalidad de la “entrega”. Re-conocimiento del ente como verdadero. Acogida de su bondad. Promoción hasta su destino definitivo en cuanto bueno. Son, como puede advertirse, los tres momentos a que apelaba von Hildebrand: percepción, aceptación y respuesta, pero elevados al plano metafísico iluminado por la consideración de los trascendentales clásicos. 2. Dignidad humana y acto personal de ser a) Todos los hombres y todo el hombre En las líneas que preceden hemos hecho girar la dignidad constitutiva de la persona en torno a la perfección primordial de su respectivo acto de ser. Nos resta, para concluir, examinar brevemente algunas de las consecuencias que de esta múltiple apelación al ser se derivan para la dignidad humana en los ámbitos más diversos: política, derecho, economía, relaciones de trabajo, medicina, bioética… Lo haremos de manera sumaria y sólo indicativa. • Por ejemplo, la radicación terminal de la eminencia del hombre en su ser más íntimo se configura como cimiento conclusivo de la universalidad absoluta de la dignidad correspondiente, e impide las dolorosas distinciones que llevan a privar de su valía intrínseca a quienes, por motivos a veces peregrinos, se decide expulsar del orbe de lo que es fin en sí. En contra de estas discriminaciones, y apelando implícitamente a los principios que hemos establecido, escribe José Luis del Barco: “Ningún hombre está privado de dignidad. Toda existencia humana sobre la tierra —aplaudida o denostada, triunfante o derrotada, feliz o desgraciada, generosa o ruin— representa la irrupción en la historia de una novedad radical, la presencia de una excelencia de ser superior a la de cualquier otro ente observable” [8]. He insistido en que la nobleza de la persona se encuentra como condensada íntegramente en su respectivo acto de ser. Ciertamente, semejante densidad interna tiende a expresarse hacia el exterior a través de distintas manifestaciones, sobre todo en el ámbito del obrar. Y, como veremos en seguida y podemos intuir por lo ya expuesto, una de esas operaciones —el libre comportamiento amoroso— redunda notablemente en el asentamiento e incluso en el acrecerse de semejante alcurnia. Pero ni siquiera este tipo de conducta es requerido para dotar de abolengo a la persona. Pues, más allá de cualquier acción humana, y como su fundamento intrínseco virtual, hallamos siempre la consistencia del acto de ser, que es el que, en definitiva, remite a las personas creadas hacia su destino terminal de amor en el Absoluto, y confiere su título más decisivo a la grandeza del hombre. Por eso, aun en los casos más extremos y desesperados en que el despliegue del entendimiento y de la voluntad libre se encontraran definitivamente impedidos, cualquier otro indicio que nos permitiera adentrarnos hasta el descubrimiento de la presencia de un ser personal —la simple figura humana naturalmente animada, pongo por caso, o la continuidad de desarrollo entre el individuo recién concebido y el que posee la plenitud de sus facultades de persona adulta—, resultaría más que suficiente para obligarnos a adoptar la actitud de supremo respeto, o incluso de reverencia, exigida por quien se encuentra adornado por la sublime dignidad de lo personal. Robert Spaemann lo ha expresado de manera contundente, definitiva. Sostiene, así, antes que nada: “Según la concepción tradicional, bien fundamentada filosóficamente, es persona todo individuo de una especie cuyos miembros normales tienen la posibilidad de adquirir conciencia del propio yo y racionalidad” y, por ello, de actuar libremente. Esa posibilidad radica en el ser, y no es necesario actualizarla para gozar de la condición de persona. En este sentido, agrega el propio Spaemann, “reducir la persona a ciertos estados actuales —conciencia del yo y racionalidad— termina disolviéndola completamente: ya no existe la persona, sino sólo “estados personales de los organismos””. Y concluye, en perfecta consonancia con lo que venimos exponiendo: “La personalidad es una constitución esencial, no una cualidad. Y mucho menos un atributo que —a diferencia del ser humano plenamente desarrollado— se adquiera poco a poco. Dado que los individuos normales de la especie homo sapiens se revelan como personas por poseer determinadas propiedades, debemos considerar seres personales a todos los individuos de esa especie, incluso a los que todavía no son capaces, no lo son ya o no lo serán nunca de manifestarlos” [9]. • Esclarecido este primer extremo esencial, abordemos el análisis, también exiguo, del segundo. Lo que intento mostrar en él es que cuanto se da en el hombre puede ser ensalzado hasta la suprema excelencia de lo estricta y eminentemente personal. Para advertirlo, bastará con recordar que el ser que actualiza a todas y cada una de las dimensiones entitativas u operativas del sujeto humano es uno y el mismo y se encuentra situado en ese prominente grado de la jerarquía ontológica que corresponde a “lo más perfecto de toda la naturaleza”, a la persona. Todo lo que una persona es, por tanto, y todo lo que hace, se resuelve en fin de cuentas en la consistencia de su respectivo acto de ser… sin el que entidad y operación se reducirían a nada; y ese ser dota de su misma calidad intrínseca a todo lo que, al cabo, no constituye sino su floración entitativa u operativa. En concreto, el cuerpo humano es un cuerpo personal, merecedor de la misma estima y reverencia (participadas) de las que es acreedora el alma. La razón profunda de este hecho nos la ofrece Tomás de Aquino. En virtud de su índole espiritual, el alma es capaz de recibir en sí al acto de ser con el que Dios la crea, y que por ello trasciende las dimensiones empobrecedoras de lo corpóreo y se coloca en los dominios superiores de la persona. Es ese mismo y único acto de ser —espiritual, por tanto— el que el alma da a participar al cuerpo. De ahí que el entero organismo humano resulte como introducido y elevado hasta los niveles propios del alma que lo anima, y pase a disfrutar del mismo rango ontológico que a aquélla le corresponde. Al respecto, la situación del hombre es única entre todos los entes dotados de componentes materiales, justo porque su esse pertenece en propiedad al alma, y es ésta la que, al contraerlo sin verse a su vez restringida por el influjo de la materia, determina su eminente densidad y alcurnia. Por eso, cuando el cuerpo recién concebido resulta ensalzado hasta la altura propia del espíritu, recibiendo toda su realidad del ser propio del alma, se verá introducido —sin dejar de ser cuerpo— en los dominios en que aquélla se mueve. Su dignidad, por tanto, consectaria al acto de ser, se tornará participadamente idéntica a la del alma. Quedan vetadas, así, todas las pretensiones —tan frecuentes en los ámbitos de cierta “moral” sexual— de convertir el propio organismo en simple objeto al servicio de los intereses de un presunto yo y de una libertad desencarnados. Tan personal, tan “yo”, es el cuerpo como el alma que lo anima, pues uno y el mismo es su acto de ser: igual reverencia se debe a una y otro, y sería obrar contra la naturaleza pretender imponer sobre “lo físico personal” un dominio y un vasallaje arbitrarios y despóticos, transformándolo en simple instrumento al servicio de una emotividad sin norte. Por razones similares, toda la actividad que despliega el sujeto humano puede ser enaltecida hasta la sublime categoría que corresponde a la persona. Basta, como he explicado con detenimiento otras veces, que esas acciones queden asumidas, y como englobadas, por la operación en que el acto de ser humano encuentra su expresión cimera más propia: el amor [10]. Por eso, desde la perspectiva del acto personal de ser como fundamento de la suprema valía de la persona, palidecen y acaban por perder vigencia las clasificaciones de los individuos en virtud del trabajo profesional, del quehacer que despliegan. El clasicismo griego y algunas doctrinas posteriores —con su exaltación del intelecto y la minusvaloración o incluso el desprecio de las tareas manuales— quedan trascendidos y rebasados cuando lo que confiere su valor definitivo a las distintas ocupaciones es, en fin de cuentas, la real actitud de servicio amoroso —la búsqueda del bien del otro— con que se llevan a cabo esos cometidos. Derivada y como constituida por un acto de ser personal, y acompañada por la cristalización primordial de ese mismo acto, cualquier operación conducida a término por amor —incluso las más externas, corpóreas y en apariencia intrascendentes— pueden verse adornadas por la sublime categoría que pertenece a lo digno y contribuir al incremento de la nobleza ontológica de la que en definitiva dimanan. Todo lo cual nos introduce, de manera nada violenta, en las reflexiones del siguiente apartado. b) Crecimiento y mengua de la dignidad humana Tal vez sea el momento de detenernos a considerar las posibilidades de incremento y merma incluidas en la dignidad humana. Y, de nuevo, su cimentación radical en el acto de ser constituye la clave para responder a semejantes cuestiones. Al respecto, lo primero que se presenta con meridiana claridad es la imposibilidad absoluta de que la dignidad de cualquier persona sea efectivamente suprimida. Por el contrario, lo que al cabo descubrimos en la base de ese particular abolengo es la subsistencia en sí del alma humana, que recibe el acto de ser de tal manera que nada, excepto una impensable aniquilación divina, lo puede poner en peligro ni originar jamás su pérdida: y, por tanto, como es obvio, tampoco la de la nobleza que en semejante ser radica. No cabe, pues, la eliminación de la dignidad personal; se encuentra ésta dotada de una estabilidad substancial. Pero ¿lleva ello consigo que la singular grandeza del sujeto humano tampoco resulte susceptible de crecimiento o remisión? La respuesta nos la ofrece una vez más la naturaleza peculiar e íntima del acto personal de ser que, por su propia índole activa de suyo, fructifica necesariamente en operaciones: y éstas, cuando siguen la dirección virtualmente señalada por ese mismo acto primordial, perfeccionan más y más a su sujeto, tornándolo, en definitiva, más digno. ¿Estamos, entonces, ante algo estático o ante una realidad con posibilidades de deterioro y engrandecimiento? El interrogante que así se plantea puede ser resuelto, en su esencia, distinguiendo dos momentos o aspectos de la eminencia personal humana: • Antes que nada, una dignidad que podríamos calificar como “ontológica” o “constitutiva”, irrenunciable e inamisible, que pertenece a todo hombre por el hecho de serlo y se halla indisolublemente ligada a su naturaleza racional y libre. Desde este punto de vista, toda persona resulta merecedora de un amor y de un respeto fundamental, con independencia de sus condiciones singulares y de su particular actuación: todos los hombres, incluso el más depravado, tienen estricto derecho a ser tratados como personas. Por consiguiente, y desde esta perspectiva, no hay momentos privilegiados en el surgimiento de la dignidad personal; o, mejor, existe un momento básico y fundamental: el de la concepción-constitución de cada ser humano. De aquí cabría inferir, como ya sabemos, que nadie puede ser discriminado en función de la etapa de desarrollo vital en que se encuentre ni, en el extremo contrario, a causa del abandono del pleno dominio de sus facultades superiores como consecuencia de la vejez o la enfermedad; y tampoco cabe discriminación alguna con base en las diferencias intelectuales o de eficiencia entre unos hombres y otros. Considerados desde este ángulo visual, los tarados y subnormales —incluso los más profundos— son tan acreedores de amor y veneración como las personas dotadas de la más egregia inteligencia. Cosa que resulta más que evidente al considerar que también ellos, al recibir el acto personal de ser, han sido llamados a gozar del Amor del Absoluto por toda la eternidad. • Por otra parte, es lícito hablar de una dignidad añadida, complementaria o, si se desea utilizar un término más correcto, moral; una nobleza ulterior, derivada del propio carácter libre del hombre, de su índole de realidad incompleta pero dotada de la capacidad de conducirse a sí misma a su perfección definitiva (“el hombre es aquel ser que debe llegar a ser hombre”, decía Jaspers). Si lo miramos desde este lado, ciertas personas merecen —valga la expresión— un respeto suplementario, que no reclaman el resto de los mortales. Ahora bien, teniendo en cuenta lo examinado hasta el momento, podríamos intentar responder a esta pregunta clave: ¿cuál es, en definitiva, el único criterio, la sola razón que, desde una perspectiva radical, fundamenta ese incremento de dignidad y de respeto?; y la respuesta no podría ser sino la siguiente: lo que hace de ella —ontológicamente— mejor o peor persona. No, por tanto, la riqueza, el poder o la posición social; tampoco la simpatía, el grado de saber, su ingenio o penetración intelectual; sino, en última y conclusiva instancia, el uso que haya hecho de su libertad, el grado alcanzado en el ejercicio del amor. Llegados a semejante punto, debemos investigar la relación existente entre estas “dos” dignidades. Y para ello, resulta imprescindible volver a considerar la naturaleza del acto de ser. Pues, en efecto, a primera vista se tendería a sostener que la dignidad moral se añade a la constitutiva en cierto modo desde fuera, como, según algunos, los accidentes a la substancia: y esto es, ciertamente lo que parece sugerir en más de una ocasión Tomás de Aquino [11]. Pero una mayor penetración del problema nos haría advertir que la nobleza suplementaria es como la expansión o culminación natural del abolengo primordial, por cuanto también el ser —activo de suyo, según probara en su momento Carlos Cardona— tiende de manera natural y necesaria a expandirse a través de las operaciones, en las que ese acto primigenio alcanza su plenitud definitiva [12]. Y así como el obrar, en última instancia, no es más que el ser que se despliega, en virtud de la condensación energética en él contenida, hasta lograr su apogeo terminal, la dignidad moral representa el desenvolvimiento natural —¡y exigido!— de la nobleza intrínseca de la persona, que aspira también a conquistar su propia apoteosis como dignidad. En este sentido puede sostenerse que la persona humana se torna más digna a medida que va mejorando, y que la entera grandeza del ser humano culmina en el hecho de que “a través de sus operaciones más nobles, se eleva hasta su propia perfección” [13]. Esa posibilidad de acrecentamiento de la dignidad constitutiva en la dignidad moral permite comprender también el sentido en que puede hablarse de un deterioro de la propia dignidad, a pesar de que, como vengo repitiendo, el acto personal de ser, en el que se asienta la nobleza originaria, es poseído de forma definitiva. La clave, en última instancia, es que el despliegue de semejante ser, y de la dignidad primigenia, no es algo que quede al arbitrio de la persona que lo ejerce, sino que se configura como una obligación moral dotada de un fundamento ontológico: todo sujeto humano, a través del recto ejercicio de su libertad, tiene el deber de tornar plenamente actual la perfección virtualmente contenida, desde el mismo instante de su concepción, en la eminencia de su ser, activo de suyo [14] . Por tanto, la falta de respuesta a esa exigencia de plenitud no tiene sólo razón de simple ausencia o carencia, sino, en la acepción más precisa de esta palabra, de privación y, por ende, de mal. En semejante coyuntura, la dignidad complementaria, por supuesto, no aparece; pero también la nobleza primordial queda dañada en ese implemento que ella misma exigía y que la libertad humana le ha negado. Desde este punto de vista, considero lícito sostener que, al no complementarla como es debido, una persona mancilla su propia y configuradora dignidad [15]. c) Las afrentas contra la dignidad personal Acabamos de afirmar que todo ser humano puede vulnerar la propia dignidad, incluso la que dimana directamente de su estricta condición de persona. Ahora bien, puesto que semejante damnificación deriva en exclusiva de un mal uso de la libertad, resulta imposible —como ya sugiriera Sócrates al hablar de la justicia— que la propia nobleza o alcurnia sea efectivamente perjudicada desde fuera. Pero sí que cabe, y es por desgracia muy común, atentar contra la dignidad de otras personas, no respetándolas o reverenciándolas de la forma y con la intensidad adecuada (aunque en tales casos, vuelvo a decirlo, se perjudica más la propia valía que la ajena). Sin ningún afán de sistematicidad, podríamos pasar revista a los distintos tipos de afrenta contra la nobleza de otro, considerando los modos en que se puede embestir contra su acto de ser: • La forma más radical y directa, de extremada relevancia en los dominios de la bioética, es el intento inmediato de destrucción del acto de ser de la persona a quien se agravia. Las dos maneras fundamentales de llevar esto a cabo son: a) Por una parte, el atentado contra la vida biológica, ya que, de hecho, esa vida se identifica en su hontanar radical —viventibus esse est vivere— con la vida personal estricta. Obviamente, como la vida primordial —la del espíritu asentado en el ser— sólo Dios podría eliminarla mediante un acto de aniquilación, la dignidad constitutiva de un sujeto personal no puede suprimirse realmente; pero eso no quita que la agresión contra las dimensiones vitales del sujeto humano constituya, en quien lo lleva a término, una afrenta efectiva contra el núcleo configurador de la persona misma del atacado. b) El otro modo de denigrar la misma médula de la persona consiste en promover la desaparición de la vida del espíritu, que es propiamente el amor: todo lo que, por tanto, provoque el desamor radical —en último término, el pecado—, a través por ejemplo de la incitación directa o del escándalo, constituye una ofensa inmediata contra la dignidad personal de quien así se ve tratado: injuria más radical, si cabe, que la destitución de su vida biológica. • En segundo término, atenta contra el abolengo personal todo cuanto impida el despliegue perfectivo del propio ser, por cuanto éste es activo de suyo y tiende a expandirse hasta conquistar su plenitud conclusiva. Ahora bien, semejante desenvolvimiento se lleva a cabo, de manera privilegiada y al término exclusiva, en virtud del recto uso de la libertad amorosa; en consecuencia, todo cuanto dificulte el ejercicio de esa libertad —coacciones físicas o psíquicas, desinformación, demagogia, torturas…— se alza como una afrenta innegable contra la dignidad de la persona. • En tercera posición —y aunque la clasificación no aspira a ser sistemática— se encuentran las acciones en las que la persona no es tratada como tal, sino que se la reduce, o ella misma se rebaja, a la condición de objeto o cosa. Es decir, no viene conceptuada como fin en sí, sino que se la transforma, o ella se convierte a sí misma, en simple medio al servicio de intereses u objetivos distintos de los estricta y realmente personales. Las posibilidades, aquí, son amplísimas: desde la prostitución o la pornografía, tal vez las más escandalosas, hasta el vasallaje voluntario respecto al propio trabajo, por el que quien así actúa se torna mera herramienta, del todo supeditada a la obtención de los propios beneficios económicos. En el ámbito más estricto de la bioética, habría que encuadrar en esta esfera el cada vez más dilatado campo de la fecundación asistida o, en general, de la instrumentación genética, así como casi toda la “ingeniería genética”, incluidos los intentos de clonación: en ellos se instaura siempre una relación asimétrica, de dominio, entre el recién concebido y quienes, en fin de cuentas, deciden sobre su suerte y su vida. • Por fin, se opone a la dignidad de la persona cuanto impide la manifestación externa de esa nobleza. Nos hemos referido otras veces a estas circunstancias al hablar, por ejemplo, de la crucifixión, de la picota y, en nuestros días, de la objetivación cosificante de cualquier tipo de voyeurismo y, más en concreto, de los reality shows. Ahora podemos señalar el fundamento de tales afrentas: en el caso del sujeto humano, compuesto de espíritu y materia, el único acto de ser del alma acoge y eleva hasta su propia altura el organismo al que anima: semejante ser tiende a manifestarse naturalmente a través de los gestos corpóreos de la materia en que se encarna (y que en cierto modo lo completan). Imposibilitar esa manifestación, desvinculando un organismo despersonalizado de su ontológico fontanal espiritual, lesiona la dignidad humana de manera parecida a como la vulneraba cuanto impedía la expansión operativa del acto personal de ser. La diversidad conceptual de los métodos cualitativos La polémica y la discusión constante acompañan los métodos cualitativos desde su plural nacimiento. No hay una definición única de ellos. Sus enfoques y objetivos son tan diversos entre sí como los de la antropología, la sociología, la ciencia política, la administración, las comunicaciones, la educación o la atención sanitaria (Valles, 1997). Sus orígenes son diversos, heterogéneos, desde puntos de vista histórico, social y conceptual. De aquí que se puedan agrupar en diferentes culturas científicas que como tal comparten ciertos principios, enfoques teóricos y valores comunes: fenomenología, hermenéutica, etnografía e investigación acción (Rusque, 1999). Así, diversas orientaciones teóricas han traído una gran variedad de perspectivas teórico metodológicas, (Valles, 1997; Denzin y Lincoln, 1994). En definitiva, no existe una única forma de investigación cualitativa, sino múltiples enfoques cuyas diferencias fundamentales vienen marcadas por las opciones que se tomen en cada uno de los niveles: ontológico, epistemológico, metodológico y técnico (Rodríguez Gómez, Gil Flores y García Jiménez, 1999). No obstante esta diversidad, es posible encontrar aspectos comunes que permitirán caracterizar una definición amplia de los métodos cualitativos. Se intentará, en adelante, hallar puntos de encuentro, sin evitar los de desencuentro, en los métodos cualitativos en tanto: a) la definición de su objeto de estudio, b) su propósito como ciencia social y c) la naturaleza de sus procedimientos. La definición de su objeto de estudio: Se refiere a la definición de la realidad presente en la investigación cualitativa, es decir, el carácter ontológico de los métodos cualitativos. A continuación, se esbozarán algunos trazos generales. La realidad estudiada por los métodos cualitativos comprende lo siguiente: 1. La vida diaria, con su complejidad e incertidumbre, ocurre en contextos que son naturales, es decir, tomados tal y como se encuentran, más que reconstruidos o modificados por el investigador, en los que los seres humanos se implican e interesan, evalúan y experimentan directamente (LeCompte, 1995). Ese ambiente natural, más que un escenario o telón de fondo, es un producto directo y cambiante de la interacción social (Dos Santos Filho, 1995). 2. Esa vida humana, como objeto de conocimiento, supone un componente objetivo (contexto natural) y otro subjetivo (significados atribuidos por los actores). Mas, lejos de tratarse de dos componentes diferentes, ambos se imbrican profundamente entre sí, al punto de no poderse separar ni siquiera para efectos metodológicos. El ser humano concreto viene a ser una síntesis de la sociedad (Ferrarotti, 1983). Esa sociedad (tradiciones, roles, valores, normas) es internalizada por el ser humano e integrada en estructuras de razonamiento, normas, valores, que todos asumen como algo connatural que se manifiesta en el comportamiento (Pérez Serrano, 1998). 3. La vida humana no es sólo lo que es ahora, sino lo que podría ser en el futuro, el proyecto, lo dado dándose (Zemelman, 1989; 1992). Los humanos, como seres hablantes, son constructores de mundos imaginarios y simbólicos, no sólo con lo actual, sino con lo virtual, lo posible (Ibáñez, cit. Por Valles, 1997). En este sentido, los sujetos pueden comprenderse como sujetos y autores (Dos Santos Filho, 1995). 4. La vida humana es lenguaje, en el sentido de que se articula a través del diálogo. Esto implica reconocimiento y aceptación del otro, una comunicación horizontal, en igualdad de condiciones. La realidad supone la interpretación que dan de los actores de los procesos sociales (Elliott, 1990), de modo que para desentrañar esa realidad hay que comprender en profundidad los grupos humanos desde sus actores (Goetz y LeCompte, 1988). 5. La vida humana es un proceso de transformación permanente, por medio de la acción negociada de los seres humanos. La realidad es socialmente construida por medio de definiciones individuales y colectivas de la situación (Taylor y Bogdan, 1990), articulándose bajo un sistema compartido de significados (Rusque, 1999). 6. La aceptación de la verdad como subjetiva y relativa, el reconocimiento de los cambios y la aceptación de la teoría del conflicto (Dos Santos Filho, 1995). El propósito de los métodos cualitativos como ciencia social Como se ha dicho, los métodos cualitativos constituyen, para sus cultores, una línea de desarrollo de las ciencias sociales. Estudian la naturaleza profunda de las realidades socio-culturales, sus estructuras dinámicas, lo que da razón de los humanos comportamientos y manifestaciones, buscando la comprensión holística, de una totalidad social dada (Martínez, 1999; Ferrarotti, 1993). La investigación cualitativa pretende, pues, comprender las complejas relaciones entre todo lo que existe (Stake, 1999). Ahora bien, la comprensión de la totalidad social implica una difícil síntesis entre cada colectivo social concreto y el singular universal, entre la perspectiva estructural y la histórica (Ferrarotti, 1983). Esa comprensión se desarrolla de manera gradual, a partir del estudio de los grupos concretos que existen en la sociedad. La comprensión profunda de esos grupos específicos ha de realizarse partiendo del mundo de la vida de los propios actores (Goetz y LeCompte, 1988), y desde ahí se generan y perfeccionan esquemas, constructos y desarrollos teóricos cada vez más amplios (Glasser y Strauss, 1967; Strauss y Corbin, 1998), que progresivamente irán dando cuenta de la complejidad de la sociedad como un todo. Mas, los métodos cualitativos no son concebidos únicamente como una búsqueda científica, en el sentido de acceder a las leyes generales de la sociedad, sino también como un proceso ávido de respuestas prácticas. Se pretende, a través de ellos, emprender un importante proceso de diagnóstico de situaciones específicas, y propuestas de marcos de acciones para el mejoramiento de las relaciones intergrupales que propicien el cambio social (Lewin, 1992). En otras palabras, se trata de llevar a cabo procesos para la comprensión profunda de problemas prácticos y el desarrollo de estrategias para mejorar la practica (Elliott, 1990). Por otra parte, los métodos cualitativos, según algunos autores, apuntan hacia un componente utópico, en el sentido de prefigurar formas ideales de organización y de acción social. Por ejemplo, la etnografía crítica, inspirada en Marx, se propone asumir un papel importante en el proyecto de construcción de nuevas formas de democracia social (Kincheloe y McLaren, 1994). Mientras, la investigación acción tiene como norte ennoblecer la naturaleza del trabajo, el conocimiento y el poder en la sociedad global (Kemmis, 1992). En síntesis, se puede afirmar que los métodos cualitativos intentan la comprensión de una totalidad social dada, mediante el estudio progresivo de grupos humanos específicos, con la intención de incidir en la vida práctica, en algunos casos en la búsqueda de formas de sociedad mejores. Naturaleza de los procedimientos de la investigación cualitativa: La investigación cualitativa desarrolla sus procedimientos atendiendo a los siguientes aspectos: 1. Extraen descripciones a partir de observaciones que adoptan la forma de entrevistas, narraciones, notas de campo, grabaciones, transcripciones de audio y vídeo cassettes, registros escritos de todo tipo, fotografías o películas y artefactos (LeCompte, 1995). Produce datos descriptivos, a partir de las propias palabras de las personas, habladas o escritas, y la conducta observable (Taylor y Bogdan, 1990). 2. Le interesa más lo real, que lo abstracto; lo global y concreto, más que lo disgregado y cuantificado (LeCompte, 1995). 3. El proceso es fundamentalmente inductivo, en el sentido de que va de los datos a la teorización, por medio de técnicas de codificación y categorización, empleando la lógica inclusiva, formal o dialéctica (Glasser y Strauss, 1967; Strauss y Corbin, 1994; Strauss y Corbin, 1998). 4. El investigador cumple a la vez los roles de observador y participante (Rusque, 1999). 5. El proceso es abierto y flexible, porque se mueve en la ambigüedad, en la incertidumbre (Strauss y Corbin, 1998). 6. Implica comprensión mediante la experiencia, la interpretación como método prevaleciente, el trato holístico de los fenómenos, la construcción de conocimientos (Stake, 1999).

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