martes, 15 de julio de 2008
Respeto y veneración
Respeto y veneración, correlatos de la dignidad personal
Consideraciones terminológicas
De manera explícita a partir de Kant, y de forma menos expresa en la filosofía y en la vida de los siglos precedentes, el respeto ha venido considerándose como la actitud correspondiente, la respuesta, a la excelsa eminencia de lo digno. Por consiguiente, si queremos completar el análisis de la dignidad personal llevado a término otras veces, hemos de dar vida ahora a ciertas reflexiones en torno a la noción de respeto.
El Diccionario de sinónimos de Samuel Gili Gaya propone, como términos íntimamente emparentados con “respeto”, los de “veneración” y “reverencia”; y, en relación a estos últimos, hace una mención explícita de la dignidad. El de la Real Academia y el Diccionario del uso del español, de María Moliner, también establecen una familiaridad semántica entre los tres vocablos aludidos —“respeto”, “veneración” y “reverencia”—, y añaden algunas puntualizaciones. El respeto es una actitud que puede prodigarse, proporcionalmente, tanto a las personas como a las cosas; por el contrario, la veneración y la reverencia parecen dirigirse de modo más propio a las personas, y a las cosas sólo en la medida en que apuntan o se relacionan con los sujetos personales. Venerar y reverenciar suponen, pues, una potenciación cualitativa del respeto. Y, así, el Diccionario de la Real Academia dice que venerar equivale a “respetar en sumo grado a una persona por su santidad, dignidad o grandes virtudes, o a una cosa por lo que representa o recuerda”. María Moliner, por su parte, establece una sinonimia entre “venerar” y “reverenciar”, y los define como “sentir y mostrar respeto y devoción por una persona o por algo que es suyo y la recuerda”. Además, de la “reverencia” sostiene que es, “particularmente, respeto hacia las cosas sagradas”. Venerar, a su vez, viene considerado por los dos diccionarios como dar o rendir “culto a Dios, a los santos o a las cosas sagradas”.
Podría extraerse como conclusión de todo ello que el respeto constituye una suerte de género o significado base, del que reverenciar y venerar representan, de manera simultánea, especificaciones e intensificaciones. Y que al reservar estos dos últimos términos de forma prioritaria a las personas, se pone implícitamente de manifiesto el carácter sagrado que a éstas correspondería en la tradición cristiana o, más en general, en la clásica. A los efectos, parece oportuno recordar que Agustín de Hipona y Séneca fundamentaban la veneración debida a la persona del enfermo calificando a éste como “res sacra miser”. La índole “sagrada” del paciente está clara, y se erige como cimiento de su nobleza personal. La condición miserable, por su parte, no supone ciertamente un incremento de excelencia respecto al individuo sano (por lo menos en lo que atañe a su dignidad fundamental o constitutiva, a la que más tarde me referiré); pero sí que aparenta exigir un robustecimiento de la veneración y del respeto con que se le trata, justo por su extrema vulnerabilidad. Porque la eminencia personal del enfermo parece verse momentánea y más o menos gravemente atacada, y porque sólo con trabajo y esfuerzo trasluce a través de su estado disminuido la excelsitud de su naturaleza humana, esa nobleza pide a gritos ser suplementariamente defendida.
Pero retornemos a las disquisiciones semánticas, con el fin de esclarecer el significado primordial de la voz “respeto”. Las fuentes a que nos venimos refiriendo ofrecen un conjunto de indicaciones que cabría agrupar en torno a tres ejes.
1) Por una parte, la propia etimología de “respeto” instaura un conjunto de remisiones entrelazadas. Antes que nada, al verbo castellano “respectar”, hoy en desuso, derivado del latín “respectare”. Éste es un intensivo de “respicere”, atender, que remite a su vez a “specere”, mirar. El respeto incluiría, pues, en primer término, una alusión al conocimiento, por cuanto “respectare” viene a significar “mirar con atención o considerar”. De ahí algunos sinónimos castellanos de “respeto”, que incluyen esta implícita referencia al ámbito cognoscitivo: “miramiento”, de mirar; “atención”, de atender; “consideración”, de considerar.
2) En segundo lugar, encontramos referencias a lo que cabría conceptuar como el núcleo semántico de nuestro vocablo. La espina dorsal de la actitud de respeto parece estar constituida por la “no-intervención” contraria al valor y al desarrollo de la realidad apreciada. El Diccionario del uso enumera, así, entre las acepciones explicativas de la voz “respetar”, expresiones como “abstenerse de tratar con desconsideración”, “no censurar o atacar a alguien”, “no usar cierta cosa, con el fin de reservarla”, “no destruir o hacer desaparecer cierta cosa”; y, entre las que despliegan el significado de “respeto”, voces como “consideración”: “actitud hacia una cosa cuando no se la trata a la ligera”, y “tolerancia: actitud de no imponer con violencia los propios gustos u opiniones”. Resulta obvio que, no ya desde un punto de vista filológico, sino real o antropológico, la faceta subrayada en estas líneas —la del “no-intervencionismo” reverente— supone o entraña la que antes comentábamos: el re-conocimiento. No se respeta una realidad si antes no se conoce y re-conoce que posee un valor por sí misma, una entidad o consistencia interna que la configura como buena.
3) La admisión de esa valía opera también en el tercer grupo de sinónimos sugeridos por el término “respeto”. En general, podrían englobarse todos ellos bajo el sentido aludido por las voces “subordinación” o “sometimiento”. Los diccionarios que vengo utilizando recogen explícitamente palabras como “sumisión”, “acatamiento”, “rendimiento” u “obsequio”, y expresiones como “actitud de someterse a lo establecido por la ley” y, “también, a las conveniencias o prejuicios sociales”. Y llegan a mencionar, pero ya en último término, el vocablo “miedo”.
Evidentemente, los que hemos calificado como “ejes” del significado primordial del respeto no son independientes entre sí. La primacía concedida a uno u otro depende, desde el punto de vista de la filología, del énfasis con que los supuestos interlocutores acentúen nuestro semantema. La investigación debe, por tanto, completarse en los dominios de la filosofía. Pero del análisis realizado hasta ahora, por fuerza incompleto, cabría establecer ya dos conclusiones.
1) En primer término, y como antes sugería, el respeto se presenta como la respuesta de un sujeto racional, de una persona, ante un determinado bien. Ese respeto ostenta un momento previo, que es la captación cognoscitiva y la aceptación del valor en cuestión (aprehensión y aprobación mutuamente condicionadas e interdependientes). Posee también una faceta predominantemente negativa, que consiste en no interferir en el despliegue, o en la mera existencia, de lo que se ofrece como bueno. Y goza por fin de un tercer aspecto, que en cierta manera condiciona a los anteriores, y cristaliza en la supeditación a la bondad de lo que ante nosotros se exhibe. Todo parece girar, pues, alrededor de la valía intrínseca o constitutiva de la realidad que se respeta.
2) Segunda observación: cuando esta enjundia interna alcanza un calibre suficiente para ser calificada como “dignidad”, la persona responde con una vigorización del respeto que, sobre todo hasta hace algunos lustros, solía ser calificada como “veneración” o “reverencia”: éstas designan, por tanto, el respeto correlativo a lo digno.
b) Naturaleza y estructura del respeto
Lo mismo que para la noción de dignidad, el locus clásico para el estudio del respeto en la filosofía occidental está constituido por la doctrina que Kant desarrolla, prioritariamente, en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Pero el significado último de las reflexiones kantianas sobre la Achtung exceden el carácter introductorio de este escrito. Nos limitaremos, pues, a hilvanar algunos comentarios que “traduzcan” el pensamiento del filósofo alemán y lo sitúen dentro de las coordenadas que orientan nuestras propias indagaciones.
Para Kant, el respecto constituye un sentimiento “espontáneamente oriundo de un concepto de la razón, y, por tanto, específicamente distinto de todos los sentimientos […] que pueden reducirse a inclinación o miedo”. En realidad, y según venimos sugiriendo, el respeto se configura más bien como una actitud, que puede o no incluir sentimientos propiamente dichos, y que suele comprometer, cuando es genuino, a la persona toda, hasta en sus fibras más íntimas. Pero de manera particular y necesaria afecta, como sugiere la cita kantiana y antes veíamos, a las potencias o facultades superiores: el entendimiento y la voluntad; sin la intervención de éstos no puede florecer la actitud humana del respeto.
Kant da, pues, perfectamente en el clavo cuando identifica el respeto “con la conciencia de la subordinación de mi voluntad”; pero marra estrepitosamente el blanco al establecer como objeto de semejante sumisión, de forma exclusiva, la ley. Ahí se encuentra el discrimen radical entre la doctrina kantiana de la Achtung —que, a través de la ley emanada por una voluntad absoluta, acaba en la exaltación incondicionada del sujeto humano— y la perspectiva que venimos adoptando, desde la que lo digno de respeto es, proporcionalmente, cuanto posee ser; y desde la que el hombre, la persona humana, exige reverencia por cuanto encarna de manera sublime esa misma perfección de ser.
Vuelve Kant a acercarse a la auténtica fenomenología del respeto al recalcar que éste es efecto que se impone a nosotros en virtud de la excelencia constitutiva de “lo respetable”, y no movimiento espontáneo de la voluntad con independencia del objeto; y al esclarecer que el respeto es “la representación de un valor que menoscaba el amor que me tengo a mí mismo”. Pero desbarra de nuevo cuando aclara, sin más puntualizaciones, que “todo respeto a una persona es propiamente sólo respeto a la ley […], de la cual esa persona nos da el ejemplo”. Tal como ya he sugerido, lo que de radicalmente desviado se encuentra en las disquisiciones kantianas sobre nuestro problema es, de forma substancial y definitiva, la eliminación del ser en favor de la conciencia humana o, en general, de la subjetividad.
Porque lo más decisivo y primordial de la actitud de respeto reside, justamente, en que nos abre de forma primigenia a la pregnancia de lo real, del ente en cuanto tiene ser y, por ende —acudiendo a la terminología contemporánea, que no puede superponerse sin más con la clásica— en cuanto posee un valor. En sus Sittliche Grundhaltungen, Dietrich von Hildebrand expresa a las mil maravillas la condición básica constitutiva del respeto, al sostener desde un punto de vista fenomenológico que éste se despliega en tres momentos: “percepción, aceptación y respuesta a los valores”. A lo que añade: “El respeto es aquella actitud fundamental que también puede ser llamada madre de toda vida moral, porque en él adopta el hombre primordialmente ante el mundo una actitud de apertura que le hace ver los valores”.
En un estudio muy sugerente, cuyo título es El respeto, actitud ética fundamental de la medicina, Gonzalo Herranz reinterpreta la reflexión de von Hildebrand sobre la Ehrfurcht, resumiéndola en estos tres párrafos:
“El respeto, como actitud ética fundamental es mucho más que la buena educación. Viene a ser la pieza central, algo así como el sistema nervioso, del organismo ético. La vida moral depende, en su abundancia y en su calidad, de la capacidad de captar los valores morales. Y eso sólo lo conseguimos cuando nuestra sensibilidad ética está afinada por el respeto. Así como la deprivación sensorial empobrece, de modo extremo en ocasiones, el desarrollo intelectual, así también la ceguera a los valores morales impide el desarrollo ético del hombre.
”Pero el respeto no es simplemente un aparato sensorial para percibir estímulos morales: el verdadero respeto es un aparato de alta precisión que integra los estímulos morales en una imagen real, libre de aberraciones, fiel, por tanto, a lo que las cosas son en sí mismas. El respeto nos lleva a reconocer que los demás seres son algo valioso en sí, que existen independientemente de la persona del observador, que poseen un valor propio. El respeto es un poderoso inhibidor de la manipulación caprichosa, de la falsificación de los datos de valor. El respeto me vacuna contra el subjetivismo ético. Por eso, el hombre respetuoso sabe que él no es el amo del mundo, titulado para tasar en cada momento la cotización de los valores éticos, haciéndolos depender de situaciones coyunturales.
”Además, el respeto es no sólo la condición del conocimiento inteligente y profundo, el aparato sensorial e integrador de la conciencia moral: es también su órgano efector. En conformidad con la información procesada, responde con una acción respetuosa, esto es, apreciadora de los valores objetivos y proporcionados a ellos. El respeto hace posible que la respuesta a los valores éticos pueda tomar la forma de la subordinación inteligente, no servil, sino razonable. La disposición de servicio forma parte habitualmente de la conducta del hombre respetuoso, pero no como una abdicación tímida, sino como una respuesta señorial al valor encerrado en las cosas y, sobre todo, en las personas”.
Teniendo en cuenta la orientación general de nuestro trabajo, eminentemente metafísica, la clave de las palabras citadas se encuentra en el párrafo que afirma que el respeto permite forjar, de las cosas, “una imagen real, libre de aberraciones, fiel […] a lo que las cosas son en sí mismas”. Porque respetar algo consiste, estricta y fundamentalísimamente, en dejarlo ser, optando por la realidad plena y consistente de lo-que-es, del ente como tal. Y para eso, como recuerda el propio von Hildebrand, es preciso matar el yo, en lo que éste encierra de subjetivo, de propio y excluyente, de no-entitativo, de insubstancial y ametafísico. Es decir, en cuanto que, más que encarnar y expresar una plenitud de ser —que le llevaría a reconocer la valía del resto del universo, por cuanto también éste es, aunque en menor grado—, se contrapone, como sujeto des-substancializado, al cosmos de lo existente.
“El hombre respetuoso —escribe von Hildebrand— está libre de la crispación del yo, del orgullo, de la concupiscencia. No desborda al mundo con su propio yo, sino que deja a los seres “sitio” para que desplieguen sus peculiaridades. Comprende la dignidad y la nobleza del ser como tal, el valor que el ser posee en cuanto opuesto a la nada; el valor que posee la piedra, el agua, la brizna de hierba, como realidades, como configuraciones que poseen su propio ser, que son así y no de otra manera, que, al contrario de la pura ficción o de la mera apariencia, son “algo” independiente de la persona del observador, algo sustraído a su arbitrio. Por ello, un ser no es un puro medio para el hombre y para sus eventuales objetivos y fines egoístas, sino algo que es acogido seriamente por él, algo a lo que él deja “sitio” para que muestre su propio contenido. Calla para dejar hablar al ser. El respetuoso sabe que el mundo del ser es más grande que él; sabe que no es el amo que pueda disponer de él a su antojo; sabe que tiene que aprender del ser.
Dejar ser a la realidad, abrirse sumisamente a la perfección del otro: he aquí, condensada, la cifra del respeto. Un respeto que podría definirse, ontológicamente, como la aceptación del ser, con todas sus implicaciones: rendirse ante el acto de ser, fundamento de cualquier valor de lo real. Permitir que el ente sea, desde las distintas perspectivas en que éste lo reclama. En cuanto verdadero o inteligible, el ente exige ser comprendido: conocido y re-conocido; la persona respetuosa puede apreciar con hondura la consistencia de cuanto existe. En cuanto bueno, el ente postula, en primer lugar, que admita su valía y me subordine a ella. En segundo término, que le permita alcanzar la plenitud que corresponde a lo bueno, a través del despliegue de sus propias virtualidades (de su virtus essendi). Y no sólo que posibilite ese desenvolvimiento, sino que lo apoye, incluso con todo mi ser, poniéndolo enteramente a su servicio, si ese fuera el caso; en este sentido, sobre todo en relación a las personas, el respeto se configura como el primer paso del amor y la amistad. Por eso, esta respuesta adopta, para lo inferior al hombre, la configuración del “cuidado”, de tanta raigambre en la filosofía clásica; y, para las demás personas, la modalidad de la “entrega”.
Re-conocimiento del ente como verdadero. Acogida de su bondad. Promoción hasta su destino definitivo en cuanto bueno. Son, como puede advertirse, los tres momentos a que apelaba von Hildebrand: percepción, aceptación y respuesta, pero elevados al plano metafísico iluminado por la consideración de los trascendentales clásicos.
Dignidad humana y acto personal de ser
a) Todos los hombres y todo el hombre
En las líneas que preceden hemos hecho girar la dignidad constitutiva de la persona en torno a la perfección primordial de su respectivo acto de ser. Nos resta, para concluir, examinar brevemente algunas de las consecuencias que de esta múltiple apelación al ser se derivan para la dignidad humana en los ámbitos más diversos: política, derecho, economía, relaciones de trabajo, medicina, bioética… Lo haremos de manera sumaria y sólo indicativa.
Por eso, aun en los casos más extremos y desesperados en que el despliegue del entendimiento y de la voluntad libre se encontraran definitivamente impedidos, cualquier otro indicio que nos permitiera adentrarnos hasta el descubrimiento de la presencia de un ser personal —la simple figura humana naturalmente animada, pongo por caso, o la continuidad de desarrollo entre el individuo recién concebido y el que posee la plenitud de sus facultades de persona adulta—, resultaría más que suficiente para obligarnos a adoptar la actitud de supremo respeto, o incluso de reverencia, exigida por quien se encuentra adornado por la sublime dignidad de lo personal.
Robert Spaemann lo ha expresado de manera contundente, definitiva. Sostiene, así, antes que nada: “Según la concepción tradicional, bien fundamentada filosóficamente, es persona todo individuo de una especie cuyos miembros normales tienen la posibilidad de adquirir conciencia del propio yo y racionalidad” y, por ello, de actuar libremente. Esa posibilidad radica en el ser, y no es necesario actualizarla para gozar de la condición de persona. En este sentido, agrega el propio Spaemann, “reducir la persona a ciertos estados actuales —conciencia del yo y racionalidad— termina disolviéndola completamente: ya no existe la persona, sino sólo “estados personales de los organismos””. Y concluye, en perfecta consonancia con lo que venimos exponiendo: “La personalidad es una constitución esencial, no una cualidad. Y mucho menos un atributo que —a diferencia del ser humano plenamente desarrollado— se adquiera poco a poco. Dado que los individuos normales de la especie homo sapiens se revelan como personas por poseer determinadas propiedades, debemos considerar seres personales a todos los individuos de esa especie, incluso a los que todavía no son capaces, no lo son ya o no lo serán nunca de manifestarlos”.
• Esclarecido este primer extremo esencial, abordemos el análisis, también exiguo, del segundo. Lo que intento mostrar en él es que cuanto se da en el hombre puede ser ensalzado hasta la suprema excelencia de lo estricta y eminentemente personal. Para advertirlo, bastará con recordar que el ser que actualiza a todas y cada una de las dimensiones entitativas u operativas del sujeto humano es uno y el mismo y se encuentra situado en ese prominente grado de la jerarquía ontológica que corresponde a “lo más perfecto de toda la naturaleza”, a la persona. Todo lo que una persona es, por tanto, y todo lo que hace, se resuelve en fin de cuentas en la consistencia de su respectivo acto de ser… sin el que entidad y operación se reducirían a nada; y ese ser dota de su misma calidad intrínseca a todo lo que, al cabo, no constituye sino su floración entitativa u operativa.
En concreto, el cuerpo humano es un cuerpo personal, merecedor de la misma estima y reverencia (participadas) de las que es acreedora el alma. La razón profunda de este hecho nos la ofrece Tomás de Aquino. En virtud de su índole espiritual, el alma es capaz de recibir en sí al acto de ser con el que Dios la crea, y que por ello trasciende las dimensiones empobrecedoras de lo corpóreo y se coloca en los dominios superiores de la persona. Es ese mismo y único acto de ser —espiritual, por tanto— el que el alma da a participar al cuerpo. De ahí que el entero organismo humano resulte como introducido y elevado hasta los niveles propios del alma que lo anima, y pase a disfrutar del mismo rango ontológico que a aquélla le corresponde. Al respecto, la situación del hombre es única entre todos los entes dotados de componentes materiales, justo porque su ese pertenece en propiedad al alma, y es ésta la que, al contraerlo sin verse a su vez restringida por el influjo de la materia, determina su eminente densidad y alcurnia. Por eso, cuando el cuerpo recién concebido resulta ensalzado hasta la altura propia del espíritu, recibiendo toda su realidad del ser propio del alma, se verá introducido —sin dejar de ser cuerpo— en los dominios en que aquélla se mueve. Su dignidad, por tanto, consectaria al acto de ser, se tornará participadamente idéntica a la del alma.
Quedan vetadas, así, todas las pretensiones —tan frecuentes en los ámbitos de cierta “moral” sexual— de convertir el propio organismo en simple objeto al servicio de los intereses de un presunto yo y de una libertad desencarnados. Tan personal, tan “yo”, es el cuerpo como el alma que lo anima, pues uno y el mismo es su acto de ser: igual reverencia se debe a una y otro, y sería obrar contra la naturaleza pretender imponer sobre “lo físico personal” un dominio y un vasallaje arbitrarios y despóticos, transformándolo en simple instrumento al servicio de una emotividad sin norte.
Por razones similares, toda la actividad que despliega el sujeto humano puede ser enaltecida hasta la sublime categoría que corresponde a la persona. Basta, como he explicado con detenimiento otras veces, que esas acciones queden asumidas, y como englobadas, por la operación en que el acto de ser humano encuentra su expresión cimera más propia: el amor. Por eso, desde la perspectiva del acto personal de ser como fundamento de la suprema valía de la persona, palidecen y acaban por perder vigencia las clasificaciones de los individuos en virtud del trabajo profesional, del quehacer que despliegan. El clasicismo griego y algunas doctrinas posteriores —con su exaltación del intelecto y la minusvaloración o incluso el desprecio de las tareas manuales— quedan trascendidos y rebasados cuando lo que confiere su valor definitivo a las distintas ocupaciones es, en fin de cuentas, la real actitud de servicio amoroso —la búsqueda del bien del otro— con que se llevan a cabo esos cometidos. Derivada y como constituida por un acto de ser personal, y acompañada por la cristalización primordial de ese mismo acto, cualquier operación conducida a término por amor —incluso las más externas, corpóreas y en apariencia intrascendentes— pueden verse adornadas por la sublime categoría que pertenece a lo digno y contribuir al incremento de la nobleza ontológica de la que en definitiva dimanan.
Todo lo cual nos introduce, de manera nada violenta, en las reflexiones del siguiente apartado.
b) Crecimiento y mengua de la dignidad humana
Tal vez sea el momento de detenernos a considerar las posibilidades de incremento y merma incluidas en la dignidad humana. Y, de nuevo, su cimentación radical en el acto de ser constituye la clave para responder a semejantes cuestiones.
Al respecto, lo primero que se presenta con meridiana claridad es la imposibilidad absoluta de que la dignidad de cualquier persona sea efectivamente suprimida. Por el contrario, lo que al cabo descubrimos en la base de ese particular abolengo es la subsistencia en sí del alma humana, que recibe el acto de ser de tal manera que nada, excepto una impensable aniquilación divina, lo puede poner en peligro ni originar jamás su pérdida: y, por tanto, como es obvio, tampoco la de la nobleza que en semejante ser radica. No cabe, pues, la eliminación de la dignidad personal; se encuentra ésta dotada de una estabilidad substancial. Pero ¿lleva ello consigo que la singular grandeza del sujeto humano tampoco resulte susceptible de crecimiento o remisión? La respuesta nos la ofrece una vez más la naturaleza peculiar e íntima del acto personal de ser que, por su propia índole activa de suyo, fructifica necesariamente en operaciones: y estas, cuando siguen la dirección virtualmente señalada por ese mismo acto primordial, perfeccionan más y más a su sujeto, tornándolo, en definitiva, más digno. ¿Estamos, entonces, ante algo estático o ante una realidad con posibilidades de deterioro y engrandecimiento?
El interrogante que así se plantea puede ser resuelto, en su esencia, distinguiendo dos momentos o aspectos de la eminencia personal humana:
• Antes que nada, una dignidad que podríamos calificar como “ontológica” o “constitutiva”, irrenunciable e inamisible, que pertenece a todo hombre por el hecho de serlo y se halla indisolublemente ligada a su naturaleza racional y libre. Desde este punto de vista, toda persona resulta merecedora de un amor y de un respeto fundamental, con independencia de sus condiciones singulares y de su particular actuación: todos los hombres, incluso el más depravado, tienen estricto derecho a ser tratados como personas.
Por consiguiente, y desde esta perspectiva, no hay momentos privilegiados en el surgimiento de la dignidad personal; o, mejor, existe un momento básico y fundamental: el de la concepción-constitución de cada ser humano. De aquí cabría inferir, como ya sabemos, que nadie puede ser discriminado en función de la etapa de desarrollo vital en que se encuentre ni, en el extremo contrario, a causa del abandono del pleno dominio de sus facultades superiores como consecuencia de la vejez o la enfermedad; y tampoco cabe discriminación alguna con base en las diferencias intelectuales o de eficiencia entre unos hombres y otros. Considerados desde este ángulo visual, los tarados y subnormales —incluso los más profundos— son tan acreedores de amor y veneración como las personas dotadas de la más egregia inteligencia. Cosa que resulta más que evidente al considerar que también ellos, al recibir el acto personal de ser, han sido llamados a gozar del Amor del Absoluto por toda la eternidad.
• Por otra parte, es lícito hablar de una dignidad añadida, complementaria o, si se desea utilizar un término más correcto, moral; una nobleza ulterior, derivada del propio carácter libre del hombre, de su índole de realidad incompleta pero dotada de la capacidad de conducirse a sí misma a su perfección definitiva (“el hombre es aquel ser que debe llegar a ser hombre”, decía Jaspers). Si lo miramos desde este lado, ciertas personas merecen —valga la expresión— un respeto suplementario, que no reclaman el resto de los mortales. Ahora bien, teniendo en cuenta lo examinado hasta el momento, podríamos intentar responder a esta pregunta clave: ¿cuál es, en definitiva, el único criterio, la sola razón que, desde una perspectiva radical, fundamenta ese incremento de dignidad y de respeto?; y la respuesta no podría ser sino la siguiente: lo que hace de ella —antológicamente— mejor o peor persona. No, por tanto, la riqueza, el poder o la posición social; tampoco la simpatía, el grado de saber, su ingenio o penetración intelectual; sino, en última y conclusiva instancia, el uso que haya hecho de su libertad, el grado alcanzado en el ejercicio del amor.
Llegados a semejante punto, debemos investigar la relación existente entre estas “dos” dignidades. Y para ello, resulta imprescindible volver a considerar la naturaleza del acto de ser. Pues, en efecto, a primera vista se tendería a sostener que la dignidad moral se añade a la constitutiva en cierto modo desde fuera, como, según algunos, los accidentes a la substancia: y esto es, ciertamente lo que parece sugerir en más de una ocasión Tomás de Aquino. Pero una mayor penetración del problema nos haría advertir que la nobleza suplementaria es como la expansión o culminación natural del abolengo primordial, por cuanto también el ser —activo de suyo, según probara en su momento Carlos Cardona— tiende de manera natural y necesaria a expandirse a través de las operaciones, en las que ese acto primigenio alcanza su plenitud definitiva Y así como el obrar, en última instancia, no es más que el ser que se despliega, en virtud de la condensación energética en él contenida, hasta lograr su apogeo terminal, la dignidad moral representa el desenvolvimiento natural —¡y exigido!— de la nobleza intrínseca de la persona, que aspira también a conquistar su propia apoteosis como dignidad. En este sentido puede sostenerse que la persona humana se torna más digna a medida que va mejorando, y que la entera grandeza del ser humano culmina en el hecho de que “a través de sus operaciones más nobles, se eleva hasta su propia perfección”
Esa posibilidad de acrecentamiento de la dignidad constitutiva en la dignidad moral permite comprender también el sentido en que puede hablarse de un deterioro de la propia dignidad, a pesar de que, como vengo repitiendo, el acto personal de ser, en el que se asienta la nobleza originaria, es poseído de forma definitiva. La clave, en última instancia, es que el despliegue de semejante ser, y de la dignidad primigenia, no es algo que quede al arbitrio de la persona que lo ejerce, sino que se configura como una obligación moral dotada de un fundamento ontológico: todo sujeto humano, a través del recto ejercicio de su libertad, tiene el deber de tornar plenamente actual la perfección virtualmente contenida, desde el mismo instante de su concepción, en la eminencia de su ser, activo de suyo . Por tanto, la falta de respuesta a esa exigencia de plenitud no tiene sólo razón de simple ausencia o carencia, sino, en la acepción más precisa de esta palabra, de privación y, por ende, de mal. En semejante coyuntura, la dignidad complementaria, por supuesto, no aparece; pero también la nobleza primordial queda dañada en ese implemento que ella misma exigía y que la libertad humana le ha negado. Desde este punto de vista, considero lícito sostener que, al no complementarla como es debido, una persona mancilla su propia y configuradora dignidad
c) Las afrentas contra la dignidad personal
Acabamos de afirmar que todo ser humano puede vulnerar la propia dignidad, incluso la que dimana directamente de su estricta condición de persona. Ahora bien, puesto que semejante damnificación deriva en exclusiva de un mal uso de la libertad, resulta imposible —como ya sugiriera Sócrates al hablar de la justicia— que la propia nobleza o alcurnia sea efectivamente perjudicada desde fuera. Pero sí que cabe, y es por desgracia muy común, atentar contra la dignidad de otras personas, no respetándolas o reverenciándolas de la forma y con la intensidad adecuada (aunque en tales casos, vuelvo a decirlo, se perjudica más la propia valía que la ajena).
Atenta contra el abolengo personal todo cuanto impida el despliegue perfectivo del propio ser, por cuanto éste es activo de suyo y tiende a expandirse hasta conquistar su plenitud conclusiva. Ahora bien, semejante desenvolvimiento se lleva a cabo, de manera privilegiada y al término exclusiva, en virtud del recto uso de la libertad amorosa; en consecuencia, todo cuanto dificulte el ejercicio de esa libertad —coacciones físicas o psíquicas, desinformación, demagogia, torturas…— se alza como una afrenta innegable contra la dignidad de la persona.
• Se encuentran las acciones en las que la persona no es tratada como tal, sino que se la reduce, o ella misma se rebaja, a la condición de objeto o cosa. Es decir, no viene conceptuada como fin en sí, sino que se la transforma, o ella se convierte a sí misma, en simple medio al servicio de intereses u objetivos distintos y realmente personales. Las posibilidades, aquí, son amplísimas: desde la prostitución o la pornografía, tal vez las más escandalosas, hasta el vasallaje voluntario respecto al propio trabajo, por el que quien así actúa se torna mera herramienta, del todo supeditada a la obtención de los propios beneficios económicos.
Por fin, se opone a la dignidad de la persona cuanto impide la manifestación externa de esa nobleza. Nos hemos referido otras veces a estas circunstancias al hablar, por ejemplo, de la crucifixión, de la picota y, en nuestros días, de la objetivación cosificante de cualquier tipo de voyeurismo y, más en concreto, de los reality shows. Ahora podemos señalar el fundamento de tales afrentas: en el caso del sujeto humano, compuesto de espíritu y materia, el único acto de ser del alma acoge y eleva hasta su propia altura el organismo al que anima: semejante ser tiende a manifestarse naturalmente a través de los gestos corpóreos de la materia en que se encarna (y que en cierto modo lo completan).
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